Por Sergio Ciancaglini
Hoy me gustaría contarles algo sobre el futuro. Lo puedo contar porque lo pude ver.
No es que hice un viaje en el tiempo ni visité al oráculo, sino que pude conocer lugares y experiencias que plantean que ese futuro está ocurriendo ahora. Creo que esos lugares están prefigurando lo que se viene.
Y ese futuro es una maravilla.
Me dirán que hablar de maravillas en estos tiempos puede sonar un poco insólito. Sé perfectamente que estamos en medio de uno de los tiempos más oscuros que podamos imaginarnos.
O sea, por un lado vivimos entre dinámicas de destrucción que afectan a las personas, a las comunidades, a la naturaleza, al planeta entero y a sus habitantes.
Y por el otro, son tiempos en los cuales tenemos la posibilidad de crear algo distinto, que es lo que les quiero contar después de esta especie de viaje que durante todo el año hemos hecho juntos.
Repasemos: desigualdad, incertidumbre, miedo, crisis social y climática, pobreza, depresión, destrucción, consumismo, desempleo, virtualidad, hambre, malnutrición, mercantilización de la vida entera, pasividad, violencia, soledad, contaminación, descomposición, tristeza, impotencia. Son signos de estos tiempos.
Todos estos conceptos pueden entrelazarse. Es una época de incertidumbre. No sabemos bien dónde estamos parados, ni hacia dónde vamos. Se cayeron los dogmas, las certezas, grandes verdades en las que creíamos o en las que nos habían hecho creer. Los dioses, las religiones, los Estados, las ideologías, ya no dan respuestas.
Como a eso se agrega la cuestión individualista que tiñe la época, nos sentimos solos. Y eso genera miedo. El miedo vital es el que nos sirve para alejarnos de los peligros, pero el miedo mortal es ese que nos paraliza. El que genera la desconfianza en nuestra propia capacidad de acción. Y cuando eso ocurre es fácil caer en la depresión. El filósofo coreano Byung Chul Han habla de la depresión como enfermedad emblemática de la época, en medio de una sociedad del cansancio. No es el cansancio de haber hecho algo que valga la pena, sino un cansancio por tanta actividad estéril. Sigamos ese hilo de ideas. ¿Cómo se sale de la depresión? Algunos irán a terapia, a ver qué pasa. Otros se medican. Otros se intoxican. Otros consumen: buscan euforizantes. Ninguna de estas opciones parece solucionar el problema de fondo.
Cuando hay insatisfacción, frustración y depresión otro energizante es el odio, en todas sus formas. El racismo, el machismo, el clasismo son formas de odio, que representan además formas de poder. Odio como retórica y como práctica. En un sistema cultural que nos lleva permanentemente a culparnos a nosotros mismos, en el que lo peor que te puede pasar es ser lo que llaman un perdedor, un fracasado, el odio puede resultar un energizante que permite culpar a otros.
Como dice Félix Guattari en Las Tres Ecologías: “Los modos de vida humanos, individuales y colectivos, evolucionan en el sentido de un progresivo deterioro. Las redes de parentesco tienden a reducirse al mínimo, la vida doméstica está gangrenada por el consumo mass-mediático, la vida conyugal y familiar se encuentra a menudo ‘cosificada’ por una especie de estandarización de los comportamientos, las relaciones de vecindad quedan generalmente reducidas a su más pobre expresión”.
Por favor: lo único que les pido es que frente a estas cosas no pronuncien jamás la frase “¡qué barbaridad!”. Un escritor español, Manuel Vicent, planteaba que si uno dice “¡qué barbaridad!” hay que ir inmediatamente a hacerse una prueba de orina o chequear si tenemos bien oxigenado el cerebro. Decir “¡qué barbaridad!” es el primer síntoma de muerte, que solo emiten los viejos prematuros y las criaturas que abandonan el combate, sobrepasadas por la vida moderna. Si la decís tres veces en un día estás prácticamente muerto. La indignación y la mala sangre se nos vuelven en contra. Algo de lo que les quiero contar es eso: cómo frente a los problemas algunas personas no dijeron ¡qué barbaridad!, sino que crearon algo diferente.
Pero sigamos con el bajón, que falta poco para ir a lo que nos interesa.
También es una época de soledad para mucha gente, o de relaciones virtualizadas, inmateriales, de tecnologías y redes sociales, que muchas veces cumplen un rol fantástico porque nos comunican, pero sus propios creadores denuncian que esas plataformas y pantallas nos usan a nosotros, cuando creemos que nosotros las usamos a ellas. Pensamos que somos usuarios, pero en realidad somos usados. Alguna vez fui joven y en esa época estudiábamos el tema de la colonización de los territorios. Ahora, que sigo siendo joven, aprendí que lo que se busca colonizar es el cerebro, y hasta el espíritu humano. El territorio de conquista somos las personas.
Parecería que la vida recobra brillo a través del consumismo, que ya no es el consumo para satisfacer necesidades, sino la falsa necesidad de consumo. El consumismo es una respuesta al miedo. Es tener, poseer, como ilusión de evitar un vacío. Puede ser consumo de objetos, de sustancias, de personas, de tecnologías, de apariencias, de estilos de vida. El consumo parece enhebrarse cada vez más con el tema de las adicciones.
En la era del consumismo la gente se define por lo que tiene, en todos los sectores sociales. He estado con chiquilines presos por crímenes y robos que me reconocían que los cometieron, muchas veces, no tanto por necesidad como por pertenecer, ganar un lugar, tener poder, ostentar, darse importancia y fama. Lo mismo podría aplicarse a millonarios con cuentas off shore o a la clase política aceitosa, todas personas a las que les va mejor que a los menores presos.
La gente escapa o cree escapar de la depresión de la que hablábamos a través del consumismo, como si ese fuera el sentido de la vida, que a la siguiente vuelta de ese ciclo se transforma otra vez en cansancio, en incertidumbre, en depresión.
Estamos hablando de cuestiones generales, de un clima social y cultural, que también padece su crisis climática.
Ahora, si vamos a lo específico que nos reúne en este encuentro, la cuestión sobre el futuro es así: hay que plantar más soja para que crezca la extensión de ese monocultivo y pueda haber exportaciones que traigan dólares al país, que está en crisis, como siempre. Además, Argentina es el primer país del mundo que aprobó el trigo transgénico, con lo cual lograríamos un milagro con el pan nuestro de cada día, convertido también en un experimento genético. A esta altura no sabemos si toda la sociedad no será parte de una especie de experimento genético. Sé que en la etapa actual que vive el país hay gente que se entusiasma por ciertas designaciones, como la de Nahuel Levaggi, de la UTT, en el Mercado Central, o el largamente demorado nombramiento de Eduardo Cerdá de la Renama en una Dirección de Agroecología. Es interesante acompañar esas posibilidades para que logren lo mejor, pero sin dejar de observar que lo crucial del modelo sigue intacto y fomentado por el mismo Estado, hasta que se demuestre lo contrario: el monocultivo y el rol dominante de las corporaciones transgénicas.
Ese modelo productivo que tiene muchos más componentes, según lo que he podido ver. Por ejemplo: llena los campos de pesticidas, los intoxica y, por su propia dinámica, los vacía de gente. Por eso empobrece socialmente y genera concentración de la tierra: ustedes saben que entre 2002 y 2018 –o sea con el modelo en pleno auge– de 333.000 explotaciones agropecuarias se perdieron 83.000. Una cada dos horas. Esos campos no desaparecieron, sino que se concentraron en pocas manos.
En general el vaciamiento de los campos provocó marginación, las comunidades rurales de trabajadores y campesinos tienden a ser expulsadas hacia las periferias urbanas. Es una agricultura minera, extractiva, no solo del cultivo sino de la riqueza de la tierra, que contamina además el agua y el aire; que ha generado una especie de pandemia no declarada en los pueblos sometidos a fumigaciones con crecimiento notorio de cáncer, enfermedades tiroideas, bebés que nacen malformados, tumores de los que prefiero ni contarles, abortos a repetición y cantidad de enfermedades que denunciaron desde siempre médicos y científicos como los doctores Jorge Di Maio, Rodolfo Páramo, Horacio Lucero, Andrés Carrasco. Todo ratificado con sus trabajos en los territorios y en laboratorios por científicos como Delia Aiassa, Damián Verzeñassi y Damián Marino, y muchos otros que espero seguir conociendo. Se trata de personas que logran una especie de ecología de la ciencia, que la entienden no como un salón clandestino de juegos, ni como un lugar de poder y negocios, sino como un espacio de investigación y conocimiento para que la vida mejore. Algunos otros nombres que han iluminado aspectos clave de este problema: las biólogas Alicia Massarini y Adriana Schnek, el abogado Marcos Filardi, el ecologista Emilio Spataro, el activista Carlos Vicente, el creador de la campaña Paren de Fumigar Carlos Manessi…
En 25 años de aplicación furiosa del modelo los problemas estructurales argentinos se mantuvieron intactos o empeoraron. Vinieron los dólares y, sin embargo, aumentó la pobreza. Hubo años mejores y peores, pero hablo de la tendencia hacia abajo. Un empobrecimiento que tiene múltiples causas. Un trabajo humano cada vez más descartable, por ejemplo, tema que está en el corazón de la desigualdad cada vez mayor que hay en el mundo. En nuestro caso, ese empobrecimiento solo es aliviado por el asistencialismo, que es imprescindible para la gente sometida a la desprotección absoluta, pero no cambia la vida de las personas ni de las comunidades sino que las somete a más asistencialismo.
Además de haber hecho desaparecer dos productores por hora, a los que quedan, sobre todo pequeños y medianos, el modelo los ahoga financieramente con lo que se llama “paquete tecnológico”, que implica pesticidas y fertilizantes químicos entre otras cosas.
Hay muchas otras cuestiones que pueden mencionarse, pero el principal mensaje que nos transmiten es que no hay otro modo de hacer las cosas, y que este modo de hacerlas trae dólares. Como si estuviéramos momificados en lo que planteaba la película Plata dulce en 1982: “Con una cosecha nos salvamos todos. No hay nada que hacerle: Dios es argentino”.
No es muy clara la nacionalidad de Dios, las cosechas salvaron solo a unos pocos, cada vez menos, el país se desindustrializó, se precarizó, y paralelamente se produjo lo que el profesor Walter Pengue llama “el vaciamiento de las pampas”, el crecimiento del modelo extractivo para reventar recursos y confirmar el pasaporte de Dios. Y acá estamos. Perdón por todo este desorden, que ustedes irán acomodando o descartando, como prefieran.
Cuando ya me estaba resignando a que todo es así, el trabajo periodístico me llevó a conocer la agroecología.
Fue un alivio. Algo muy similar me había ocurrido al vivir y conocer experiencias como las de las fábricas y empresas recuperadas: trabajadores organizados en cooperativas recuperaron la dignidad y su medio de vida en empresas que habían sido vaciadas o quebradas por las patronales, instalando a la vez la noción de una nueva forma de organización horizontal y asamblearia. Otro privilegio que me dio este oficio fue el de conocer las experiencias asamblearias de comunidades autoconvocadas en todo el país frente a proyectos extractivos, con triunfos históricos como los de Famatina, en La Rioja; Andalgalá, en Catamarca; Loncopué, en Neuquén; Malvinas Argentinas en Córdoba y otros en Mendoza y Chubut, que transformaron a provincias enteras frenando al Estado y a las mineras, siempre organizados en asambleas, movilizándose. Experiencias que transmiten la noción práctica de que el sistema representativo como simple acto de “delegar el poder” termina siendo una herramienta contraria a cualquier idea razonable de democracia. Y donde pude ver, por ejemplo en la Comarca Andina a la gente marchando con una bandera conmovedora. Decía: “El poder está en nosotros”.
Pero les contaba que empecé a conocer la cuestión agroecológica. Un primer alivio fue poder salir del encierro urbano y mediático para encontrarme con gente rara. Personas activas, con tendencia a sonreír, que andaban celebrando a las bacterias y los gusanos, oliendo la tierra, entusiasmadas con lo que hacen. Personas que no me hablaban de nada de todo esto que venimos planteando, sino de otra cosa. Nunca escuché que dijeran ¡qué barbaridad!
Hablamos de una actividad que propone lo contrario del modelo establecido: campos con gente y sin pesticidas. Un nuevo enfoque que cambia desde el paisaje geográfico hasta el paisaje humano. Son la demostración de que se puede producir sin agroquímicos, agrotóxicos, venenos, pesticidas o llámenlo como prefieran. Que se puede trabajar con nuevas miradas y perspectivas sobre cómo son las cosas.
En lugar de lo dado, lo establecido, lo obligado, nos demuestran la posibilidad de la imaginación creando, de la libertad imaginando. Pero todo esto no como algo abstracto, sino concreto, un trabajo día a día.
A la imaginación le agregan la comprensión sobre el ambiente y el universo que los rodea. Ambiente y universo del cual se sienten parte, no observadores, a quienes además les crece una lectura, o mejor una sensibilidad, una sensibilidad razonada, sentido común, sobre cómo funcionan las producciones y la vida. Una capacidad de atención y de conexión. Frente al modelo de vidas enclaustradas, me cruzaba con gente que ve cómo su acción transforma todo lo que la rodea: un campo intoxicado de venenos pasa a ser un lugar genuinamente de aire libre. Un campo de monocultivo, monotemático, monótono, pasa a ser uno de policultivos, pero donde funciona esa idea de la que tanta gente solo habla y ellos ponen en práctica: la biodiversidad.
Estos campos no hablan de diversidad: son la diversidad. Quienes la hacen comienzan a cambiar también su vida. Les pasan cosas novedosas como, por ejemplo, trabajar en grupo, relacionarse con sus pares, dejar de depender de la maquinaria financiera que tantas veces les amarga y condiciona la existencia.
Rompen con la idea de ser engranajes resignados de una dinámica que los excede y pasan a ser agentes, o sea personas capaces de actuar por sí mismas. Una transición: de espectadores a protagonistas. Gente activa en lugar de pasiva, pero que en todos los casos me reconocieron que trabajan menos que antes, porque se trata de un orden y de un flujo diferente de actividades que permite obtener cosas sin cotización: tranquilidad y tiempo.
Desde Irmina Kleiner y Remo Vénica hasta Juan Kiehr, por nombrar a personas pioneras, hablan de serenidad, de trabajar bien, de sentirse felices. Recuerdo que el doctor Andrés Carrasco se preguntaba si la felicidad no debe ser considerada un proyecto político.
La agroecología plantea la idea de las transiciones, para describir el pasaje de un modelo a otro, y también de un tipo de pensamiento a otro. Por ejemplo, es un cambio de paradigma muy interesante, o una transición de pensamiento, porque pone lo de abajo arriba. La tierra, el suelo, como lo principal de la actividad porque allí se genera la posibilidad y la multiplicación de la vida. Los pueblos originarios, que supieron todo esto mucho antes que nosotros, veneran por eso a la Pachamama.
¿No podemos trasladar esto a lo que ocurre en nuestras sociedades, en las que vivimos mirando lo que hacen los de arriba, los que dominan los escenarios, que concentran los focos, los ricos y famosos, los que supuestamente “dirigen”? ¿O estaremos ya imposibilitados de otro enfoque que nos permitiría valorar más los cambios que ocurren y fermentan en el suelo cultural de lo social, en la tierra de lo comunitario? No quiero atormentarlos con citas, pero podemos recordar al filósofo argentino Diego Maradona, que decía: “Tenemos un país donde siempre se empieza a construir por el techo”.
Acabo de describir dos situaciones, dos modelos, pero me parece que el primero no representa el futuro sino el pasado. Un pasado pisado, que ya fue, que enriqueció a unos cuantos, que colabora de modo cotidiano en los desastres ambientales, sequías e inundaciones, crisis climática, desertificación, incendios, una deforestación masiva, un planeta enfermo y, en muchos sentidos, al borde del colapso. Esto de que andemos de barbijo, sin poder tocarnos y cuantificando muertos es tal vez un síntoma de los colapsos que somos capaces de fabricar.
La agroecología no habla de todo eso: no le hace falta ni enunciarlo ni denunciarlo, por lo obvio que es. Sin hablar de eso, es tremendamente revulsiva. Lo entendí recordando lo que contó Andrés Carrasco en su última intervención pública en 2014, en la Facultad de Medicina de la UBA. Una periodista de la BBC le había preguntado qué pasaría si les pusieran reglas a las fumigaciones. “Se acabó el modelo”, fue la respuesta del científico: “El modelo es plata”. Agregó: “En la medida que uno empiece a poner presión sobre las recetas, los usos, las mezclas, los aviones, se acabó. El modelo es consustancialmente perverso porque habilita a usar todos los insumos del propio modelo, ad libitum (a voluntad)”. ¿Por qué no les ponen normativas? “Porque no les conviene a los gobiernos ni a las empresas involucradas en proveer los insumos o exportar los productos”. La agroecología es la que corta ese mecanismo y al hacerlo empieza a terminar el modelo actual.
La agroecología muestra que son posibles otros modos de producción y de vida. Un detalle que alguien me preguntaba hace poco. ¿La gente querría volver al campo? Ese es un bello enigma. La agroecología no plantea un “deber ser” sino un “querer hacer”. Se podrá pensar en algo nuevo en la medida en que diferentes personas o familias decidan esa transición. Lo que abre la agroecología es una posibilidad.
Si alguna vez nuestro país experimentó el traslado masivo de la población del campo a las ciudades en busca de trabajo en las industrias, una vida mejor y futuro, y funcionó, hoy esa situación es una foto de museo. La agroecología permite pensar si no es al revés: actualmente son las ciudades las que no están garantizando una vida razonable a mucha gente y la idea de una nueva ruralidad empieza a provocar, pude ver, una circulación en sentido inverso. Me refiero a algo pequeño, una semilla. Nunca se sabe hasta dónde podrá crecer. Hablamos de otra agricultura y de otra cultura, palabra que deriva de cultivo.
Además de todo lo que hemos visto como cuestión productiva, lo agroecológico funciona como complemento de la propuesta de la Soberanía Alimentaria. ¿Qué es soberanía alimentaria? Miryam Gorban fue la que nos abrió los ojos a este concepto de la organización internacional Vía Campesina: “El derecho de los pueblos a alimentos nutritivos y culturalmente adecuados, accesibles, producidos de forma sostenible y ecológica, y su derecho a decidir su propio sistema alimentario y productivo. Esto pone a aquellos que producen, distribuyen y consumen alimentos en el corazón de los sistemas y políticas alimentarias, por encima de las exigencias de los mercados y de las empresas. Defiende los intereses de, e incluye a, las futuras generaciones”. La definición reivindica luego la producción local, la agricultura familiar, la sostenibilidad ambiental, social y económica, el comercio transparente, los derechos de los consumidores, el derecho de acceso a la tierra, al agua, a las semillas, a la biodiversidad. Plantea finalmente: “La soberanía alimentaria supone nuevas relaciones sociales libres de opresión y desigualdades entre los hombres y mujeres, pueblos, grupos raciales, clases sociales y generaciones”.
De esto se pueden desprender prácticas más inteligentes desde el punto de vista de lo que comemos. Soledad Barruti, la autora de los libros Malcomidos y Mala Leche, propone evitar la industria alimentaria, o sea los productos de supermercado: comprarles a personas y no a góndolas, buscar la comida de verdad a través del acercamiento entre productores y consumidores, uno de los temas pendientes sobre todo en las grandes ciudades. Puede agregarse el hecho de comprender lo agroecológico como opción no elitista con potencial masivo de consumo; estimular las producciones de cercanía en cada ciudad y cada pueblo para fomentar las ferias locales y romper los mecanismos de distribución que encarecen y distorsionan todo perjudicando a quien produce y a quien compra.
Es obvio que el mercado corporativo no se queda ni se quedará quieto. Frente al avance de conciencia sobre la alimentación, la ecología y lo sustentable, las propias corporaciones empiezan a plantear las “buenas prácticas agrícolas”, la “cuarta revolución verde”, la “agricultura transparente” y otras supersticiones que, en realidad, demuestran la legitimidad de los planteos ecologistas con los que las empresas intentan maquillar sus negocios. Jairo Restrepo me mostró cómo WalMart vende productos biodinámicos, lo cual a este ritmo augura que en cualquier momento podremos encontrarnos con mineras veganas o con fábricas ecologistas de armamentos.
La agroecología, entonces, puede ser la agronomía del futuro, porque es la que permite pensar en sistemas sustentables, masivos, factibles. Que además aporta a aliviar o mejorar la situación climática y todos los efectos que acarrea la contaminación masiva del planeta.
Santiago Sarandón me ha dicho que para él la agroecología es una revolución del pensamiento. Alguna vez pensé en estos temas como una revolución del sentido común. Remo Vénica dice que más que de revolución prefiere hablar de re-evolución, pero creo que todo confluye a lo mismo: una potencia transformadora del pensamiento, de la voluntad, del deseo, de la acción, de la producción, de las relaciones entre las personas, de los estilos de ser, del trabajo.
Puede pensarse la agroecología como una forma de resistencia, pero mucho más que eso, por usar una palabra de los grupos de pensamiento decolonial, simboliza una forma de re-existencia. La resistencia remite a oponerse, a luchar, a aguantar, y muchas resistencias han sido las que lograron que la humanidad sea mejor.
Pero lo hicieron sobre todo cuando pudieron proponer. No solo resistir, sino re-existir, generar lo nuevo.
Si este es el horizonte entonces creo que este no es un final, una conclusión, algo que terminamos aquí, sino el prólogo de una historia que estamos viendo nacer.
Publicado originalmente en: Lavaca.org
Título original: El futuro llegó: el nuevo libro de lavaca sobre Agroecología
Edición: TierraViva