OPINIÓN
Por Gabriel Arisnabarreta*
Después de que el agronegocio colora al país al tope del ranking mundial de los que arrojan mayor cantidad de venenos por habitante, y de alcanzar un volumen por año de más de 500 millones de litros de agrotóxicos, ahora nos dicen que semejante cantidad de veneno puede ser “manejado” sin provocar daño alguno ni en la salud ni en el ambiente.
Además de que dicho pensamiento sigue anclado a la vieja idea de que el ser humano puede dominar a la naturaleza y manejarla a su antojo, también repite el pensamiento de que la ciencia hegemónica es la solución a todos los problemas que aparecen.
La propuesta de la “Red de las Buenas Prácticas Agrícolas (BPA)” es intentar hacerle creer al pueblo que si algo sale mal cuando se realiza una pulverización es por culpa de una persona que no aplicó correctamente el químico y no por culpa de un modelo que en realidad es imposible de controlar.
Distintos estudios de la ciencia digna (por ejemplo, de Damián Marino y su equipo) han encontrado residuos de agrotóxicos en la lluvia de grandes ciudades como La Plata, en los patios de escuelas rurales de Argentina, en enormes ríos como el Paraná (con concentraciones incluso superiores de glifosato a los que se encuentran en un campo de soja). Todas estas pruebas desmienten por completo la teoría de que es posible controlar al modelo del agronegocio.
No podemos olvidar el incremento de diversas enfermedades en la población de los pueblos fumigados, que ahora se extiende también a través de los alimentos industrializados a toda la población en su conjunto.
La presencia de restos de agrotóxicos en sangre y orina humana, los impactos señalados por diversos científicos sobre la fauna, especialmente comprobado en reiteradas oportunidades en anfibios, nos demuestran que las Buenas Prácticas Agrícolas son solo una estrategia del agronegocio para enfrentar los logros alcanzados por las organizaciones socioambientales de nuestro país en defensa de la vida y los territorios.
Dichos logros, que limitaron y/o prohibieron el uso de agrotóxicos a una determinada distancia, ya forman parte de los derechos adquiridos. Intentar reducir esos derechos, por ejemplo aplicando lo que la “Red de BPA” propone hoy, es absolutamente anticonstitucional: los derechos ambientales pueden aumentarse, podemos ir por más pero nunca por menos.
También es importante recordar lo que el ingeniero Marcos Tomasoni ha explicado muy bien: que las “buenas prácticas agrícolas” sólo consideran la deriva que puede producirse en el mismo momento en que se está produciendo la pulverización (deriva primaria), pero que en la práctica, una vez liberado el veneno, existen como mínimo dos derivas más que son absolutamente incontrolables.
El veneno puede trasladarse varios kilómetros desde el lugar donde se aplicó, dentro de las primeras 24 horas (deriva secundaria); e incluso puede aparecer años después en lugares donde jamás se pulverizó (deriva terciaria).
En resumen, una vez que se liberaron las moléculas químicas de los agrotóxicos al ambiente es imposible de predecir lo que puede ocurrir y es imposible controlar, por más tecnología de punta que se aplique.
Desde los pueblos fumigados en reiteradas oportunidades hemos declarado que las diversas ordenanzas logradas que alejan las fumigaciones son triunfos de las organizaciones del pueblo frente al enorme poder del agronegocio, son cabeceras de playa para seguir construyendo un nuevo modelo de vida. Desde ya que somos conscientes de que la verdadera solución es avanzar en el territorio fortaleciendo la soberanía alimentaria y la agroecología de base familiar, campesina/indígena, de pequeña escala, con alimentos sanos y diversos producidos en armonía con la naturaleza de la que formamos parte.
Ambos modelos, el agronegocio y la agroecología, son incompatibles, no pueden convivir en el tiempo y debemos trabajar fuerte y juntxs para lograr que este cambio sea tomado por el Estado como política pública.
*Ingeniero agrónomo y productor agroecológico. Integrante de la organización Ecos de Saladillo.