Por Alba Silva
Es el 9 de diciembre de 2014 y el C4 vuela sobre una ruta santiagueña. No es el famoso explosivo, sino un vehículo oficial, de esos que usan los funcionarios del gobierno nacional. En realidad, el coche apenas roza los 140 kilómetros por hora, la siesta ya empezó y nosotros dejamos Monte Quemado muy mal, estamos tristes y descorazonados: un tribunal santiagueño acaba de anunciar que el único empresario sojero que estuvo tres años preso por el asesinato del campesino Cristian Ferreyra queda libre de cargo y culpa porque en el juicio no se pudo probar su participación.
Con sensaciones contrapuestas vamos como en suspenso y tratamos de mantener el ánimo arriba, buscando entender qué fue lo que pasó. Ramiro Fresneda (subsecretario de Fortalecimiento Institucional de la Secretaría de Agricultura Familiar) maneja el Citroën C4 negro, un coche de alta gama, potente y silencioso, y yo voy a su lado.
Es un respetado e histórico abogado de las luchas por el derecho a la tierra de campesinos e indígenas en el noroeste argentino, y que él ocupe un lugar en el esquema institucional del país muestra el reconocimiento de la política y el Estado al progreso de esos combates. Integrante del Movimiento Nacional Campesino Indígena asociado a la Vía Campesina, organización mundial de quienes viven de y en la tierra, él está en una oficina del gobierno nacional con un solo mandato: buscar sin tregua derechos y aplicación de políticas en favor de los pobres rurales, los y las que nacieron y se criaron en miles y miles de parajes de la Argentina profunda.
Todos ellos, del primero al último, no tienen más proyecto que vivir en paz, reproducir la vida y ser felices en sus territorios. Además, Fresneda es dueño de una fuerte historia personal: es un “Hijo”, uno de esos niños que la dictadura cívico-militar del 76 dejó huérfanos al desaparecer a sus padres, en su caso, Tomás Fresneda y Mercedes Argarañaz, secuestrados durante la “Noche de las Corbatas”, el 8 de julio de 1977 en Mar del Plata. Su hermano Martín ocupa la Secretaría de Derechos Humanos de la nación argentina.
Nacido a orillas del mar, criado en la montaña y madurado en las sierras cordobesas, es un comprometido abogado militante de la cuestión campesina. Él es sólido, muy inteligente, serio y afectuoso. Todos lo aprecian y respetan.
En el asiento trasero viajan tres integrantes de FM La Tribu, una radio porteña muy comprometida con las luchas populares y muy amiga del movimiento campesino. Durante el juicio los periodistas tuvieron una presencia notable en el alejado pueblo santiagueño, cabeza del Departamento Copo, en el norte provincial. Sus rastas, su juventud y su solidaridad, con cámaras y grabadores en mano, se vieron en todos los escenarios donde los campesinos y campesinas se manifestaron: las polvorientas calles de Monte Quemado, la ruta nacional 16, el polideportivo del pueblo y el recinto (una especie de salón de fiestas) donde se desarrolló el juicio.
Durante todo noviembre de 2014 hombres y mujeres del “movimiento”, distintos colectivos aliados (entre ellos la radio) y unos pocos referentes de renombre público llegaron para sostener la batalla judicial ante la Cámara del Crimen de Primera Nominación, constituida especialmente en ese pueblo, 330 kilómetros al norte de la ciudad capital de Santiago del Estero.
Muchos decían que eligieron Monte Quemado para “reducir daños” al hacer el juicio en un lugar alejado. No querían a los medios, por si a estos les interesara, indagando sobre campos, dueños, sicarios y marchas de pobladores. Sin una buena conexión a internet, durante el sofocante noviembre, medios provinciales y nacionales simplemente no se presentaron a cubrir el acontecimiento histórico y eso le quitó impacto a un asunto por demás relevante en una provincia que aún hoy tiene mucha población rural.
De todos modos, el juicio se realizó en esa localidad, que prácticamente es de frontera, y se dictó una sentencia bien contraria a las aspiraciones de los campesinos y campesinas organizados y movilizados: el empresario quedó libre de inmediato y el autor material del homicidio recibió una condena de diez años. Los integrantes de la banda que sirvió de apoyo para el hostigamiento a los pobladores y pobladoras, los hermanos Abregú, resultaron libres de cargo y culpa.
Nosotros volvemos a Buenos Aires en el coche que se desliza por una la ruta nacional 16, que cruza el norte argentino en sentido horizontal, ya que va desde la capital de Corrientes hasta Metán (Salta), pasando por Monte Quemado. No hay muchos carteles, pero alguno indica que en Pampa de los Guanacos, donde vamos a doblar a la derecha, está la intendencia del Parque Nacional Copo. Hace rato quiero visitarlo, solo para ver ejemplares de algarrobos y quebrachos de cientos de años. Imagino que ese bosque está intacto y que es el mismo por el que los campesinos y las campesinas viven y mueren. Es el monte que todos queremos que crezca, que se expanda ilimitadamente para contener a criaturas silvestres, espirituales y humanas.
En ese esquema, de monte pleno y vigoroso, no entran las topadoras ni los empresarios ajenos, que solo quieren tierra arrasada para plantar soja transgénica. Son cosas contrapuestas, el monte vivo y las máquinas que con cadenas gigantes aniquilan todo derribando árboles, animales y futuro. Y, por si eso fuera poco, les prenden fuego. Incendian todo, lo reducen a nada. Cuando eso pasa se ven a kilómetros y kilómetros hogueras y cenizas que flotan durante días y noches hasta que el viento las dispersa o solo las deja caer en alguna parte.
La ruta muestra los espejismos que el calor extremo levanta sobre el asfalto. Afuera del auto el aire se percibe caliente, pesado, y quema tanto como el fallo leído a las 9:48 en el salón de fiestas del pueblo. El boliche, tal vez lo más adecuado por espacio y ubicación para el debate oral y público, fue el soporte edilicio del juicio, el lugar al que acudieron testigos, acusados, querellantes, abogados de la defensa, fiscales, secretarios, jueces, policías, policías y policías.
También algunos periodistas y representantes de organismos de derechos humanos, que con mucho esfuerzo llegaron al pueblo chaqueño desde Buenos Aires, desde la capital provincial y desde Salta. Ese día, el 9 de diciembre de 2014, a poco más de tres años del asesinato a sangre fría del “mocasero” Cristian Ferreyra, el tribunal custodiado por no menos de 300 uniformados dio a conocer la sentencia que dejó en inmediata libertad a Jorge Ciccioli, el empresario empleador de Javier Juárez, el asesino, quien por supuesto siguió detenido.
Una voz monocorde antecedió al silencio seguido de estupor que estalló en los llantos y gritos de la madre y las hermanas de Cristian. Otros campesinos y campesinas se miraban y veían cómo en segundos un dispositivo militar sacaba del recinto a los acusados (con cascos y chalecos antibalas) en un operativo que estaba preparado, como si todos ellos y los abogados de los enjuiciados supieran qué sentencia se iba a escuchar esa calurosa mañana santiagueña.
Mientras, los familiares y compañeros de Cristian caían al piso, gritando, reclamando. Las voces salían de sus entrañas, engrosadas por el dolor de lo que no podían aceptar. Algo tremendamente injusto y muy parecido al latigazo del desprecio, uno más, se había consumado ante los ojos de unos pocos.
La mirada de la presidenta del tribunal se mantenía imperturbable, por sobre la situación, por encima de la reacción de “Mimí”, la madre de Cristian, mientras desde afuera discursos y consignas de los campesinos y campesinas arreciaban, chocando contra el apático salón de fiestas. Todo el tribunal juntaba sus cosas, intercambiando comentarios, y la presidenta del cuerpo, que había dirigido el debate con mano firme, se acomodaba la ropa, erguida, elegante.
A la luz del fallo quedaba claro que todo lo que contaron, recordaron y lloraron durante un mes entero los campesinos y campesinas, testigos y víctimas al mismo tiempo, carecía de valor. No tenía la menor importancia, no probaba nada.
El coche sigue avanzando y algún lomo de burro, inesperado, nos rebota dentro del cómodo vehículo. Por un momento dejamos comentarios y pensamientos. Estamos cansados y sin remedio alguno desandamos, y solo para sumar porque al final del recorrido será el doble, los 1347 kilómetros que iniciamos en San Telmo hace menos de 24 horas.
Atrás queda el pueblo, quedan Mimí, sus hijas, familiares, compañeros y un dolor que era y es evitable. Solo hacía falta un poco de justicia.
*El libro “En riesgo” se puede adquirir en el local “Unión de Pueblos Originarios” (local 80), del Puerto de Frutos de Tigre. Allí se venden producciones, artesanías y libros sobre comunidades indígenas. Whatsapp: 1144041382.