Por Leonardo Rossi*
La pandemia de Covid-19 vino a reforzar el discurso médico hegemónico en la opinión pública y en la decisión de políticas sanitarias. Y, en un plano más profundo, vino a asignar mayor poder al complejo tecno-científico en la regulación de las tramas ecológico-políticas de las cuales depende la vida.
Uso selectivo de datos, sobrevaloración de ciertos promedios (y omisión deliberada de otros), cancelación de la reflexión crítica, aceleración del uso de nuevas tecnologías con un alto grado de incertidumbre a una escala previamente desconocida, negación de prácticas y saberes no hegemónicos y uniformización de las intervenciones basadas en aparentes criterios científicos, son solo algunos puntos salientes de este tiempo.
Del otro lado, hubo sectores que fueron desde el negacionismo de la propia existencia o gravedad del virus a promotores abiertos de mala praxis o bien de terapéuticas alternativas banalizadas y puestas fuera de su contexto.
Más allá de ese escenario, casi huérfano en el debate público, estuvieron los tan pregonados en seminarios y papers ‘pensamiento crítico’, ‘diálogo de saberes’, ‘epistemologías del sur’.
Este cuadro lleva a pensar que no se aprovechó el contexto pandémico para comenzar a retejer el vínculo con el entramado de la vida –y ejercitar una profunda reflexión en torno a las marcos epistémicos y prácticas científicas que nos han traído hasta aquí–. Al contrario, se ha reforzado una glorificación extrema de conocimientos cada vez más parcelados y de tecnologías complejas cuyos impactos presentan un alto grado de incertidumbre, con las implicancias ecológico-políticas que eso conlleva.
Los silencios pandémicos
Nos hallamos en un tiempo donde trastornos múltiples, de una escala planetaria como la propia alteración de ciclos bio-geo-físicos que sostienen la vida, encuentran sus causas directas en el sistema-mundo capitalista. Los efectos de las relaciones capitalistas atraviesan la trama de la vida, desde los trastornos en las corrientes marítimas hasta el salto entre especies de un minúsculo virus. Desde ahí podemos pensar la pandemia de un modo distinto a como ha quedado abordada en los discursos políticos y mediáticos hegemónicos.
Debemos añadir que más que una pandemia, ya atravesábamos un escenario sindémico a nivel planetario, es decir que problemáticas sanitarias de gran escala convergen y agravan sus efectos: diversas expresiones de malnutrición (desnutrición y obesidad se presentan como las principales) y afecciones producto del calentamiento global y la degradación ambiental acelerada se yuxtaponen y atraviesan a vastas franjas poblacionales en todos los rincones del globo.
En el centro de estos trastornos se halla el sistema agroalimentario capitalista y su erosión del vínculo humanidad-alimento histórico como nudo cultural, sanitario y ecológico. Los últimos brotes virales que alcanzaron interés de instituciones planetarias se enmarcan en formas de súper-explotación de la naturaleza moldeadas específicamente en los circuitos del capital agroindustrial: deforestación a gran escala y macro-granjas están por caso en el eje de la escena.
El SARS-CoV-2 como pandemia tampoco puede explicarse por fuera de las relaciones capitalistas, sino que se trata de un síntoma más del colapso ecológico-civilizatorio en curso.
La concepción de la vida moderno occidental basada en la dominación y llevada a niveles extremos de des-afiliación del mundo no humano tiene consecuencias sanitarias concretas. Atender a la explosiva circulación de cuerpos y mercancías de las últimas décadas –que poco y nada tiene que ver con necesidades básicas humanas–, correlativa a esta fase específica del capital fosilista, permite asimismo problematizar causas y zonas de origen viral, como también densidad y velocidad específica del flujo circulatorio que adquieren hoy ciertos virus.
Colonización y modos de vida
Asimismo, las condiciones inmunológicas de las poblaciones humanas que encontró este virus, como ha ocurrido con otros episodios epidémicos –la Invasión de AbyaYala, la colonización brutal de la India o la industrialización británica son casos emblemáticos largamente estudiados– no pueden desligarse de las formas políticas organizadas para acumular ganancias antes que para sostener la vida en común.
En la fase actual, y teniendo la precaución de hablar en un plano macro y general, encontramos poblaciones transversalmente afectadas en aspectos primarios de su salud, generalmente soslayados y mencionados de forma aislada: desde la pérdida de condiciones inmunológicas a nivel masivo por partos innecesariamente intervenidos, ingesta sistemática de agua y aire tóxicos, ambientes degradados, saturación urbana, “dietas” que acompañan a lo largo de la vida que enferman y debilitan antes que sostener un buen estado de salud de base. Estas problemáticas son normalmente co-existentes, y se correlacionan hoy con un descontrolado y creciente mal uso de fármacos, y sus llamados efectos secundarios. La lista, claro está, es absolutamente insuficiente.
Debemos añadir la malnutrición estructural: impactos de agrotóxicos persistentes en frutas, verduras y granos que hoy se consumen; sobre-carga de antibióticos en carnes de distinto tipo; productos sintéticos altamente nocivos que ingresan al organismo cada día con los utra-procesados; ingesta de micro-plásticos; materias primas crecientemente empobrecidas en sus cualidades nutricionales. Abundan estudios sobre cómo cada uno de estos procesos enferma al organismo en general, la biota intestinal, el buen funcionamiento inmunológico.
Las combinaciones de todos o varios de estos impactos actúan de forma simultánea en los cuerpos bajo diversas manifestaciones, desde déficit de micro-nutrientes a sobrepeso, de alergias a afecciones intestinales y cáncer. La multiplicación de estas problemáticas en las sociedades contemporáneas tiene diversas causas. La alimentación es una insoslayable.
Preguntas silenciadas
Este escenario encontró el virus. Y surgen las preguntas: ¿Cuántas internaciones menos y cuadros graves hubiésemos tenido bajo otros patrones alimentarios? ¿Cuántas muertes menos? ¿Qué grado de responsabilidad le cabe a la industria y sus lobbies en los efectos del virus en la población? ¿Algún reclamo público como se hizo con los no vacunados para que las empresas agro-alimentarias paguen los enormes costos de las internaciones masivas? ¿Qué responsabilidad tienen los agentes del Estado que legalizan y alientan a estas corporaciones? ¿Se podía comenzar a abordar el tema en pandemia? ¿Era un aspecto urgente y prioritario? Obesidad, hipertensión, diabetes son sólo algunas de las llamadas co-morbilidades que hemos visto han agravado de forma significativa el riesgo de padecer casos graves de la enfermedad producida por el Covid. Son, como decimos, las capas más visibles de un patrón alimentario que sistemáticamente enferma.
Claro que el alimento es una arista más dentro de una realidad sanitaria harto compleja, pero no es un aspecto menor. Sí es menor la atención que se le presta en términos de políticas hegemónicas de salud, campañas y acciones concretas que modifiquen lo estructural.
Lejos estamos aquí de simplificar los abordajes sanitarios, más bien buscamos apuntar ciertos silencios, cuando la evidencia científica –tantas veces invocada– abunda al respecto mucho antes que la pandemia irrumpiera y es largamente menos controversial que ciertos fundamentos utilizados para justificar “medidas sanitarias”, inversiones, despliegue de agentes y recursos estatales en estos años de pandemia. En esos mecanismos selectivos de la ciencia se reproduce el sistema en el que estamos.
Muy lejos de alguna decisión política vinculada a la pandemia, fue a fuerza de mucho activismo que se logró debatir y sancionar una Ley de Etiquetado Frontal de Alimentos. Recién en marzo de 2022 la norma fue reglamentada. Este tipo de regulación ha mostrado cambios en los patrones de consumo alimentario en otros países. No obstante, lejos está de ser una solución de fondo. Lo que hace es transparentar a la luz pública que lo que denomino como industria de los toxo-necro-comestibles es legal, está regulada por el Estado, celebrada en programas alimentarios, estimulada en políticas de aliento al consumo, y habita nuestros organismos a diario.
Alimentación y salud
El grado de desorientación respecto a la relación alimento/salud colectiva lleva a que no sea tema de primer orden ni institucional ni mediático que enormes franjas de población hayan empeorado sus, ya de por sí fallidas, dietas durante la pandemia. Particularmente sectores populares han agravado aún más los riesgos frente a este y otros virus, en tanto en un marco de pérdida de poder adquisitivo del salario, la tendencia a dietas “inflamatorias” con alto contenido de harina refinada, azúcar y grasas de mala calidad se potencia.
La alimentación, en un plano profundo y no meramente superficial –tendiente a cuidar el organismo– entra en un plano marginal de las principales políticas anti-pandémicas y de los imaginarios políticos hegemónicos. Las recomendaciones y estímulos para cuidarse en el contexto de pandemia no han sido neutrales: exhiben y exaltan unas prácticas, minimizan y silencian otras.
El mito tecnológico y la renuncia al pensamiento crítico
Mientras no se explican las causas, estructuras y circuitos pandémicos, se construyó lo que el epidemiólogo Jaime Breilh llamó la ‘panacea vacunal’. Frente a un virus que efectivamente enferma y mata, pero que presentó una letalidad significativamente menor respecto a otros virus de aparición reciente –como el ébola por caso– y que tuvo impactos marcadamente diferenciales según franjas etarias, estado de salud previo, áreas geográficas y clase social, se emprendieron masivas campañas de vacunación de forma indiscriminada.
Asimismo, varias de las tecnologías utilizadas fueron novedosas en su uso masivo, basadas en un alto grado de complejidad técnica y considerable incertidumbre sobre sus posibles efectos adversos a corto, pero sobre todo a mediano y largo plazo, a nivel individual y a nivel de especie.
Pensar en las posibles implicancias en un plano transgeneracional parece algo que para los ritmos del capital es una verdadera extravagancia. Estos planteos críticos existieron dentro del campo científico. Hay un rico campo de la salud que apela al principio precautorio, prioriza la salud sin daño, entre otros principios. ¿Significa esto desechar toda innovación tecnológica en el campo de la medicina o descartar de plano a toda la medicina occidental? Para nada. Más bien se trata de cultivar algún grado de humildad epistémica.
Otros sectores de la ciencia que podría pensarse harían lugar a estos planteos optaron aun así por dejarlos de lado en sus cruzadas contra la derecha negacionista del virus o los grupos llamados genéricamente anti-vacunas, donde más bien co-existen diversidad de planteos y fundamentos.
Ya en 1996, el biólogo marxista Richard Levins advertía que frente a los ataques de la derecha contra la ciencia lo peor que se podía hacer desde el pensamiento crítico era “ocultarse en el culto a los expertos” y llamaba a “rechazar la estrategia de vender soluciones mágicas reduccionistas, al servicio de la ciencia mercantilista, en favor del respeto hacia la complejidad, el carácter relacional, el dinamismo, la historicidad y el carácter contradictorio del mundo”.
Levins invocaba a poner la ciencia a debate con los pueblos y trasparentar las malas praxis que tantas veces se callan corporativamente. La disolución de estos debates de cara a la sociedad en general, y lo que llegó en pandemia como “la voz de los expertos” se vio aún más agravado por la nueva confianza en fact-checkers de grandes corporaciones de comunicación erigidos como fiscales de la buena ciencia.
Apuntamos aquí ciertos rasgos que han caracterizado la construcción de esta ‘panacea vacunal’: una episteme mecanicista que aún hegemoniza las ciencias en general y las médicas en particular; una jerarquía científica que ubica la medicina por sobre otras ciencias, y dentro de las ciencias médicas a quienes dominan las llamadas ‘tecnologías de punta’ por sobre otros saberes; la selección de agentes de diversos campos científicos y no científicos que refuercen esta mirada en los medios y plataformas digitales de comunicación; la cancelación, desprestigio o relativización de miradas críticas bien fundamentadas; la sobre-amplificación de cuestionamientos poco o nulamente fundados; asociación lineal entre disminución de internaciones y muertes y tasas de vacunación, omitiendo otros factores –inmunidad por contagio, por ejemplo- y la no explicación de ejemplos donde esa relación se veía relativizada.
Antes de la pandemia, la filósofa Marina Garcés reflexionaba que “hoy tenemos pocas restricciones de acceso al conocimiento, pero sí muchos mecanismos de neutralización de la crítica”. Principalmente cuatro: la saturación de la atención, la segmentación de públicos, la estandarización de los lenguajes y la hegemonía del solucionismo.
Sobre este último remarcaba que, nacida en Sillicon Valley, la ideología del solucionismo “legitima y sanciona las aspiraciones de abordar cualquier situación social compleja a partir de problemas de definición clara y soluciones definitivas”. Es así que “la credulidad de nuestro tiempo nos entrega a un problema de doble faz: o el apocalipsis o el solucionismo”. “O la irreversibilidad de la destrucción, incluso de la extinción, o la incuestionabilidad de soluciones técnicas que no está nunca en nuestras manos hallar”. El parecido con la panacea vacunal, al tiempo que se desalientan prácticas simples y socialmente apropiables como la buena alimentación, no es coincidencia.
¿Cuánta energía y recursos científicos puestos en conocer y divulgar qué condiciones básicas requiere un cuerpo para atravesar de la mejor forma posible el virus? ¿Qué tipo de dietas, ambientes y relaciones sociales disponen más o menos a casos graves? ¿Qué formas de la economía local permitieron que ciertas poblaciones atravesaran de forma más segura, autónoma y saludable la pandemia según cada contexto?
Otra ciencia para otra sociedad
Aun a pesar del cuadro socio-sanitario calamitoso que atravesamos a nivel de especie, a pesar de las dolorosas muertes que nos dejó la pandemia, hay que decir que gran parte de la población convivió con el virus sin secuelas graves. En ese sentido, el virus brindó también la oportunidad de observar por dónde se están haciendo las cosas bien, captar bajo que prácticas sociales la naturaleza expresa sus mejores condiciones sin necesidad de intervenciones tecnológicas de alta complejidad, y qué factores estructurales debemos cambiar de forma urgente, mientras atendemos la contingencia con suma prudencia.
Nunca tuvimos tanta capacidad científica para indagar, conocer, especificar poblaciones, y ser muy precisos y cautelosos en los abordajes. Existen aportes de la epidemiología crítica, la medicina social, de la salud comunitaria, de saberes indígenas que podrían haberse expandido en este contexto.
En definitiva, nunca tuvimos un contexto tan propicio para darlo vuelta todo y a la vez tanta incapacidad política para dejar atrás la monocultura científica moderna y su mito tecnológico. Como dice Garcés, “nuestra ciencia y nuestra impotencia se dan la mano”, en tanto “vivimos en tiempo de analfabetismo ilustrado”.
Finalmente, la emprendimos una vez más con una intervención drástica sobre la trama de la vida a escala masiva, a nivel de especie. ¿La vacunación general era la única opción? ¿Era la mejor? ¿Las tecnologías que se usaron eran las únicas posibles? ¿Son científicamente neutrales esas tecnologías? ¿Deja buenos precedentes para lo que viene? Si esta es la dinámica elegida como camino principal, ¿cuál es el destino de la especie? ¿Cuántos virus más enfrentaremos en los tiempos inmediatos si no discutimos las causas? ¿Cómo se encontrarán nuestros cuerpos y territorios para próxima pandemia? ¿Cuántas intervenciones tecnológicas complejas más puede cada organismo humano soportar? ¿Y la especie?
Con los mitos científicos también se construyó el mundo en que estamos. Dice al respecto Luis González Reyes que “sociedades justas, democráticas y sostenibles deben venir acompañada de la creación de una serie de nuevos mitos sociales, también de raíz científica (y aquí me refiero al método de conocimiento del entorno), que sustituyan a los de la neutralidad y omnipotencia de las tecnologías humanas”.
Podemos pensar que este virus se acercó a conversarnos. Vino a recordarnos que éramos humanos, seres del humus, de la tierra viva y misteriosa, a hacernos saber de límites y responsabilidades ante nuestros congéneres y para con el resto de la trama de la vida, esas directrices que permitieron sostenernos a través de generaciones. Teníamos infinidad de lenguajes posibles para dialogar, como infinidad de derivas a partir de esos diálogos que entabláramos. Pasar revista de forma crítica a los efectos presentes y futuros de esta conversación abierta es tarea obligada de una ciencia pretendidamente crítica, pero, sobre todo, de la ciencia digna.
*Versión acotada del publicado originalmente en Revista Ardea.
**Leonardo Rossi es becario doctoral del Conicet (IRES). Miembro del colectivo Ecología Política del Sur. Doctorando en Ciencia Política CEA-UNC. Docente Facultad de Ciencias Sociales UNC. Abocado al estudio del sistema agroalimentario y sus efectos ecológico-políticos, de los entramados agroecológicos y de formas comunales de la política. Activista por la agroecología. Correo: [email protected]