Por Alejo di Risio
El pasado 30 de octubre la enorme pantalla del Senado Nacional dibujó un gigantesco número 70, anunciando así la media sanción por unanimidad del proyecto que extiende hasta 2024 la Ley de Biocombustibles. Así logró la media sanción un proyecto que unificó quince propuestas distintas y que, incluso salteando grietas partidarias y regionales, todavía dejó fuertes reclamos de algunos sectores. Mientras que la senadora tucumana Beatriz Mirkin había exigido aumentar el corte, el salteño Juan Carlos Romero y el entrerriano Alfredo de Angeli habían pedido la prórroga de la ley por más tiempo, catalogando la extensión actual como “parches que no entusiasman inversores”; la bonaerense Gladys González pidió trabajar en otra ley para el sector, una que “incorpore la dimensión ambiental”. Por otro lado, la tucumana Silvia Elías de Pérez festejó que el proyecto “revaloriza la agroindustria, evita que se incremente la huella de carbono, provee soberanía energética y es puerta de futuro para que miles de hectáreas puedan empezar a aprovecharse”.
A pesar de las quejas, ninguno de ellos votó en contra de la media sanción para la prórroga de la Ley 26.093, que instauró en 2006 el marco regulatorio para los combustibles obtenidos a partir de diferentes aceites vegetales (como el de soja) y que establece reemplazos parciales al uso de petróleo y al gas.
“El sector intentó instalar la idea de que la Ley de Biocombustibles se vencía, sólo para poder discutirla nuevamente”, explica Virginia Toledo López, doctora en sociología e investigadora del Conicet. “Ya en su artículo 1 se establece que el Poder Ejecutivo tiene facultad para prorrogarla por 15 años. Esa no era la intención. La cuestión de fondo es que en la actualidad el principal mercado del sector está creado por el porcentaje mínimo de agrocombustibles que los transportes en todo el país deben usar. El verdadero objetivo era poder aumentar el corte (porcentaje) del consumo”.
El sector precisaba de garantías de rentabilidad para volver a retomar la actividad frenada por el congelamiento de precios y la baja demanda ocasionada por la pandemia. El aumento de precios anunciado esta primera semana de enero podría ser el arranque que faltaba para volver a iniciar la actividad. La secretaría de Energía, a cargo de Darío Martínez, informó un aumento de casi el 60 por ciento para biodiesel y 33 por ciento para el bioetanol.
Por otro lado, la media sanción necesaria para aprobar la prórroga de la Ley en diputados está programada para el 20 de enero, aunque sigue habiendo sectores que reclaman por una reforma más profunda. Entre las principales empresas del sector se encuentran nombres como la polémica Vincentín, Bunge Argentina, Cargill y Molinos Río de La Plata.
Renovable ¿a base de qué?
Los dos granos transgénicos cultivados masivamente (soja y maíz) tienen como parte de sus destinos industriales la producción de agrocombustibles (llamados biocombustibles por el Estado y por las empresas): soja para biodiesel y maíz para el bioetanol. También se elabora bioetanol con caña de azúcar.
Al momento de su regulación en 2006 se fijó un corte mínimo de cinco por ciento de agrocombustibles en las nafta/diesel utilizados para transporte en todo el territorio nacional. De esta forma, por cada litro de combustible 50 centímetros cúbicos eran de agrocombustible. Esto generó una demanda inmediata de 625 mil toneladas de biodiesel y 200 mil toneladas de etanol, haciendo que para 2012 hubiera una producción de tres millones de litros anuales, posicionando al país como primer exportador mundial.
A fines de 2020 el corte era del diez por ciento para biodiesel y etanol. La flamante Resolución 1 lo reduce al cinco por ciento en enero y traza un sendero que devuelve el cupo al diez por ciento acompañando una suba de precios. Hasta el año pasado, casi el 35 por ciento de la producción de biodiesel a nivel nacional era usado para el cupo de las naftas y transportes locales.
Según datos del Atlas Transgénico del Cono Sur, en Argentina el 55 por ciento del etanol se realiza en base a maíz, mientras que el 45 por ciento proviene de la caña de azúcar. El país cuenta con diez plantas industriales en base a azúcar localizadas en las provincias del norte (Tucumán, Salta y Jujuy) y otras cinco que producen etanol en base a granos (casi exclusivamente maíz) en el centro del país. Se utilizaron en 2018 más de 1,5 millones de toneladas de maíz para etanol, el 4,90 por ciento de la cosecha.
Por su parte, la industria de biodiesel llega a contar con 38 fábricas, que anualmente llegan a producir cerca de 4,4 millones de toneladas.
La lógica del agronegocio especulador
Pocos días antes de la media sanción en el Senado Nacional, en Santa Fe aprobaron la creación del “Programa provincial de uso sustentable de biocombustibles”. No sólo incluyó beneficios a nivel provincial para el sector, sino que también aumentó la cantidad de actividades que deberán utilizar agrocombustibles (espectáculos públicos u obras estatales incluidas), ampliando aún más la demanda y el mercado local.
A los días, Córdoba aprobó la Ley 31.660 para la “Producción y consumo de biocombustibles y bioenergía”. El texto establece su intención de “industrializar los procesos y cadenas de valor de biomateriales generando empleo sustentable, resolviendo pasivos ambientales y apostando a la innovación tecnológica e investigación asociadas a la bioeconomía del conocimiento”.
Debido a su origen en los cultivos de soja o maíz, los agrocombustibles se constituyen como una fase más de la cadena del agronegocio. “Se estima que hay entre un 55/60 por ciento de soja en la superficie cultivada en Argentina. Un cuarto de eso es para producir agrocombustibles, por lo cual está lejos de ser un sector marginal”, explica Toledo López. La investigadora también señala que la rentabilidad de los agrocombustibles es algo inestable: “Según una serie de variables como mercados futuros, precio internacional, retenciones locales o aranceles internacionales puede convenir más exportar harina de soja o aceite de soja antes que convertirla en biodiesel. El sector en toda su cadena responde a la lógica del agronegocio especulador que siempre busca maximizar rentabilidad de sus producciones”.
Verde, sólo para algunos
Incluso la denominación de “biocombustible” que el sector promueve está en discusión. “Insisten en usar el prefijo ‘bio’, en decirles bioenergéticos o biocombustibles por su origen biológico. Pero la realidad es que de vida no tienen nada”, asegura Toledo López, que también integra la Red de Cátedras de Soberanía Alimentaria.
Incluso los movimientos de justicia ambiental a nivel global reclaman que se quite el maquillaje sustentable usado para promover y profundizar modelos que no son alternativas reales a los combustibles fósiles. “Es un marketing engañoso que esconde los impactos nocivos sobre la vida entendida en términos amplios. Los efectos en la biodiversidad, en la contaminación de los bienes comunes del agua, del suelo y de la vida humana”, sostiene la investigadora. “Los agrocombustibles se promueven como neutrales en emisiones de carbono, pero esto está en discusión. Si comparamos sólo la quema (entre fósil y agrocombustible), la emisión es menor, pero distinto es si contemplamos todo el ciclo de emisiones, lo que se llama 'de la cuna a la tumba.’”
La Cámara Santafesina de Energías Renovables declaró que la nueva Ley para Santa Fe permite “continuar apostando al desarrollo de las economías regionales, al agregado de valor en origen, a la diversificación de la matriz energética a través de combustibles 100 por ciento renovables y de origen nacional y a la preservación del medio ambiente y la salud”.
Distinto sería el resultado si en toda la cadena se suma la energía para la producción de las semillas, su transporte hasta el campo, la energía necesaria en la producción y transporte de fertilizantes y agua, la energía que usan las maquinarias, u otros factores. “Sólo se entienden como ‘neutrales’ porque no integran los efectos de las mal llamadas externalidades. En otros países incluso hay empresas que venden sus cultivos como sumideros de carbono. Con la soja esto es más complicado, pero si sucede mucho con la palma, por ejemplo”, sostiene Toledo López.
Problemas reales, soluciones falsas
“La agricultura industrial es una de las actividades que más emisiones de carbono genera a nivel mundial, principalmente debido al cambio en el uso del suelo, muchos de ellos derivados de quemas, deforestación y la expansión de la frontera del desierto verde. Decimos que en Argentina estamos en un laboratorio a cielo abierto”, resume Toledo López.
Así, la respuesta que proponen los agrocombustibles es otra de las falsas soluciones, una que va en contramano de los grandes reclamos que los movimientos que exigen repensar el campo para garantizar la soberanía alimentaria.
Disfrazada con discurso ambiental, la “agroenergía” se renueva como una de las banderas verdes del complejo agroindustrial. Pero el modelo de territorio y agricultura que impulsan los agrocombustibles es uno que erradica sumideros de carbono naturales, profundiza la dependencia de insumos externos e impulsa la deforestación. Bajo el paraguas de la llamada “bioeconomía” es otra de las falsas soluciones, una capaz de integrar las exigencias del capitalismo verde, que junto a los mercados de carbono, los llamados REDD+, los transgénicos, el “AgTech” o la geoingeniería protagonizan titulares publicitarios en diarios masivos y en anuncios de responsabilidad social empresaria.