Por Red Bosques, Políticas y Territorios*
La deforestación es uno de los problemas ambientales que generan mayor preocupación a nivel global, debido a su impacto en el cambio climático, en la pérdida de diversidad biológica y cultural, y en la alteración de los ciclos del agua, entre otros aspectos. Entre los años 2000 y 2020 la reducción neta de bosques en el mundo fue de 101 millones de hectáreas, de los que 3,6 millones corresponden a la Argentina, según datos de la organización Global Forest Watch. Esto coloca al país en el séptimo lugar a nivel mundial en cuanto a la superficie neta deforestada.
La Ley de Bosques (26.331), sancionada en 2007, no sacó a la Argentina de esta triste nómina: desde el año de su aprobación y hasta 2021, la Dirección Nacional de Bosques registra una deforestación de 4.260.511 hectáreas en todo el país. El 83 por ciento de este total corresponde a los bosques de la región chaqueña, característicos del centro norte del país (provincias de Chaco, Formosa, Salta, Santiago del Estero, norte de Santa Fe y de Córdoba, y este de Tucumán, Catamarca y La Rioja).
Sin embargo, también otras regiones han sufrido importantes pérdidas en relación a su tamaño. Los principales motores de esta deforestación son la agricultura y la ganadería a gran escala que se expanden en zonas previamente cubiertas por bosques, pero en años recientes los incendios han cobrado creciente importancia. En el sur del país, como en el delta del Paraná, la mayor parte de la pérdida de bosques obedece a esa causa. A su vez, los proyectos inmobiliarios con fines de urbanización y de turismo, aunque afecten extensiones de bosques más reducidas, tienden a concentrarse en zonas ambientalmente frágiles como las sierras cordobesas o las laderas patagónicas, y a vulnerar también los derechos de las poblaciones preexistentes, pertenecientes en muchos casos a pueblos originarios.
¿Qué Ley de Bosques tenemos?
La Ley de Bosques es un hito fundacional en la política ambiental de Argentina. Contribuyó decisivamente a visibilizar la cuestión de los bosques nativos en la opinión pública, generando debates, producción de conocimientos, acuerdos y desacuerdos políticos en todas las provincias. Ninguna otra ley ambiental ha tenido un despliegue comparable en todas las provincias, con el fortalecimiento de los organismos encargados de aplicarla, la formación de una comunidad de diálogo académica, política y social en torno a sus desafíos, y recursos destinados anualmente a su cumplimiento.
Sin embargo, en los quince años de su implementación ha tropezado con numerosos obstáculos y dificultades. Uno de los principales es la insuficiencia de esos recursos, reflejo de la baja prioridad que tiene la protección de los bosques en la agenda política nacional.
Si bien la Ley de Bosques estipula que debe destinarse a su cumplimiento como mínimo el 0,3 por ciento del presupuesto nacional, la cifra que el Congreso le otorga año tras año está muy lejos de alcanzar ese piso. Este año (2022) no alcanzó siquiera al 0,01 por ciento del presupuesto nacional, o sea, treinta veces menos de lo exigido por la ley.
Esto reduce tanto la capacidad operativa de los órganos de control y de asistencia técnica como los incentivos que pueden ofrecerse a quienes cuidan sus bosques.
Otra falencia clave es que las poblaciones que conviven a diario con el bosque —indígenas, campesinas, productores familiares— encuentran persistentes dificultades para que sus intereses sean tomados en cuenta en el diseño y la implementación de una política que las afecta directamente. Sus saberes y valoraciones sobre los bosques pasan a un segundo plano frente a las decisiones de funcionarios asesorados por lejanos expertos. Esto, evidentemente, resta legitimidad a la política y dificulta su aplicación efectiva, porque las decisiones frecuentemente terminan siendo incompatibles con las realidades del territorio.
A esto se suma la falta de control efectivo de la deforestación por parte de las provincias, ya sea por escasez de recursos y capacidad técnica o de voluntad política e incluso, como se ha denunciado en varios casos, por corrupción y tráfico de influencias. En efecto, cuando se llegan a sancionar las transgresiones, las multas que se aplican son insuficientes para disuadir a potenciales infractores.
Por esta razón, diferentes organizaciones ambientalistas y actores políticos proponen reforzar la disuasión mediante una sanción penal que incluya penas de cárcel.
También es notoria la reaparición de conflictos y controversias al momento de la actualización de los ordenamientos territoriales («OTBN») provinciales, con intentos de revisión francamente regresivos que atentan contra el principio de no regresividad consagrado en la normativa ambiental.
Todas estas dificultades —y otras— no deben, sin embargo, opacar la importancia de la Ley de Bosques como una herramienta fundamental de nuestra política ambiental. Más bien, deben servir de incentivo para defender y profundizar su implementación y sus alcances.
Mucho más que producción o conservación
Es necesario pensar al bosque desde múltiples dimensiones y escalas. No basta con una mirada binaria que oponga “producción” y “conservación”. Tampoco con considerar al bosque meramente como fuente de bienes, como la madera, o incluso como proveedor de variados servicios ecosistémicos como la regulación del clima, la conservación de la biodiversidad o la moderación de los ciclos hídricos.
Los bosques son lugar de producción y reproducción de formas de vida diversas, con sus economías, sus saberes y sus equilibrios dinámicos, en algunos casos muy frágiles. En ellos conviven, de forma no siempre armoniosa, una multiplicidad de actores con diferentes proyectos, prácticas y cosmovisiones.
Por esta razón, la gestión de los bosques nativos no puede ser solamente una cuestión técnica. Implica una dimensión político-distributiva que pone en juego derechos e intereses, muchas veces enfrentados.
La articulación entre esos intereses y la traducción entre diversos saberes y lenguajes de valoración, en algunos casos inconmensurables entre sí, es un desafío que no se saldará con una solución unívoca y definitiva, sino que exigirá un diálogo continuado y abierto, con acuerdos provisorios, resultados ambiguos y aprendizajes progresivos.
Este camino exige facilitar espacios de participación genuina para los actores más vulnerables y menos poderosos. Supone en especial atender a las particularidades culturales y lingüísticas de los pueblos originarios, sin encorsetarlos en procesos de decisión poco compatibles con sus hábitos. Esto, entre otras cosas, se refiere a los tiempos, muchas veces demasiado acelerados, a los que se acotan los procesos participativos promovidos desde el Estado. Supone también adoptar una perspectiva de género que visibilice las prácticas del cuidado de la vida, trascendiendo una valoración productivista de la naturaleza.
Protagonismo social y mirada integral
Tanto la sanción de la Ley de Bosques como el control de su implementación se deben en gran parte a procesos de movilización social protagonizados por pueblos originarios, organizaciones no gubernamentales y asambleas ambientalistas, organizaciones campesinas y de pequeños productores y productoras, entre otros colectivos. Mediante acciones de protesta, participación en instancias de consulta, reclamos ante el Poder Judicial, producción y difusión de información, contribuyeron de manera decisiva a visibilizar en la esfera pública la deforestación y degradación de los bosques, y a exigir la efectiva aplicación de la Ley.
Todos estos colectivos continúan interpelando a responsables técnicos y políticos a profundizar la defensa de los bosques.
Pero una ley ambiental parcial, como lo es la Ley de Bosques, necesita formar parte de un ordenamiento ambiental integral del territorio, tal cual lo exige la Ley General del Ambiente (25.275). De lo contrario, sistemas naturales que funcionan de manera interdependiente —y que así son concebidos por sus habitantes— corren peligro de quedar regulados por políticas inconexas o incluso contradictorias, y la protección de unos ecosistemas puede conducir a una mayor presión sobre otros.
La construcción de este ordenamiento integral debe nutrirse de la experiencia de estos quince años en la implementación de la Ley de Bosques, con sus aciertos y sus errores. En lo inmediato, un nuevo peldaño en esa construcción lo propone el proyecto de Ley de Humedales, cuya sanción consideramos urgente.
A quince años de la sanción de la Ley de Bosques resaltamos, entonces, la importancia que ha tenido como dinamizadora de la política ambiental en Argentina y como palestra de aprendizaje para las organizaciones, los organismos públicos y quienes hacemos investigación. Pero advertimos, también, los enormes desafíos para hacer de esta Ley un instrumento eficaz dentro de una política ambiental integral, en el contexto de emergencia climática global. En especial, frente a la Declaración sobre Bosques y Uso de la Tierra, suscrita este año en Glasgow por la Argentina y otros 140 países, que incluye el compromiso de alcanzar la deforestación cero a partir de 2030.
*Lorenzo Langbehn (Indes-UNSE/Conicet), Alma Tozzini (IIDyPCa UNRN/Conicet), Carlos Ortega Insaurralde (Inenco-UNSa/Conicet), Constanza Casalderrey Zapata (IIDyPCa-UNRN/Conicet), Cristian Schneider (ACEN/FTA-UPC), Gabriel Stecher (Ausma-UNCO), Ignacio Alonso (CIPAF-INTA), Luján Ahumada (E.Ftal.V.Dolores-INTA), Malena Castilla (UNLaM/Conicet), Walter Mioni (INTA Salta/UNSa), Mariana Schmidt (IIGG UBA/Conicet), Lucas Figueroa (IIP-Unsam/Conicet), Adrián Gustavo Zarrilli (CEAR- UNQ/Conicet), Ricardo Gutiérrez (IIP-Unsam/Conicet).