Por Amalia Leguizamón
Argentina ha experimentado desde 1996 una rápida transformación agraria basada en la adopción temprana y la implementación intensiva de la soja transgénica. Estos cultivos han sido genéticamente modificados para tolerar la pulverización con herbicidas basados en el glifosato, una biotecnología desarrollada y comercializada por Monsanto (ahora Bayer) como el Roundup Ready (RR).
Este país adoptó la soja resistente al glifosato como parte central de su estrategia nacional de desarrollo basada en la extracción de recursos naturales para la exportación. La soja transgénica cubre la mitad de la tierra cultivable del país y representa un tercio del total de sus exportaciones. Después de Estados Unidos y Brasil, la Argentina es el tercer mayor productor y exportador de cultivos transgénicos.
El modelo de la soja transgénica es promocionado como un completo éxito. Los planes de desarrollo nacional se centran en la biotecnología transgénica. Actores estatales y corporativos presentan la soja transgénica como el “maná” prometido para resolver el hambre y la pobreza global, mientras Argentina reivindica su rol como “granero del mundo”.
Pero si bien el boom sojero ha generado crecimiento económico, también ha producido un tremendo daño social y ecológico. Los pequeños pueblos rurales están desapareciendo a medida que los lugareños migran a pueblos y ciudades rurales más grandes, atraídos por el empleo y las comodidades de la vida urbana. La tierra se ha concentrado en manos de unos pocos grandes agronegocios que cultivan extensas áreas con la ayuda de tecnología de vanguardia y una cantidad comparativamente pequeña de mano de obra altamente especializada.
La soja ha desplazado no solo a los cultivos tradicionales, como el trigo, sino también a la ganadería, lo que conduce a la inseguridad alimentaria. La expansión de la frontera agraria sobre la región chaqueña ha provocado una rápida deforestación a gran escala que ha devastado ecosistemas y amenazado medios de vida. La violencia contra campesinos e indígenas se está intensificando, a la vez que los riesgos para la salud provenientes de la exposición a agroquímicos también están en aumento. A lo largo de los pueblos rurales, los médicos argentinos han documentado un incremento de casos de leucemia, cáncer, abortos espontáneos y malformaciones en recién nacidos.
Alrededor del mundo los transgénicos han encontrado una fuerte resistencia. En Brasil, India y Sudáfrica, por citar algunos ejemplos, grandes coaliciones de campesinos, estudiantes, científicos y consumidores se han organizado para cuestionar la biotecnología transgénica y han planteado importantes interrogantes sobre el impacto de los cultivos genéticamente modificados y el uso de agroquímicos. En Canadá y México los agricultores han presentado demandas judiciales contra Monsanto por casos de contaminación genética de sus cultivos. En la Unión Europea se han aprobado leyes más estrictas para regular los cultivos genéticamente modificados y los agroquímicos bajo el principio de precaución.
Pero en Argentina, si bien han surgido algunos movimientos locales para protestar por los peligros para la salud producto de la deriva agroquímica y organizaciones campesinas e indígenas han sido explícitas en su posición contra la deforestación y el despojo violento de sus tierras, sus demandas urgentes siguen siendo en su mayoría ignoradas. Estos grupos, incluso, han tenido dificultades para lograr el apoyo de quienes sufren directamente el impacto negativo de esas prácticas. La mayoría de la población rural que vive cerca de las explotaciones de soja tiene poco y nada de poder de decisión sobre la producción agrícola y, además, no saca provecho de la soja transgénica; de hecho, soportan la carga de la exposición a los agroquímicos en sus cuerpos y en sus vidas.
Entonces, ¿por qué no se ha movilizado un mayor número de ellos para detener o, al menos, desacelerar el ritmo de expansión de la soja transgénica? ¿Por qué, frente a la injusticia ambiental, donde la bibliografía y el sentido común nos llevarían a esperarlo, la gente no resiste? ¿Y por qué, en llamativo contraste con el sentimiento anti-transgénico que predomina en el mundo, la Argentina se muestra complaciente ante la expansión a gran escala del cultivo de la soja transgénica? Ese es el rompecabezas que este libro se propone resolver.
"Las semillas del poder" cuenta la historia de la rápida transformación agraria de la Argentina, basada en la adopción temprana y la implementación intensiva de soja transgénica resistente al glifosato. Lo que revela esta historia es cómo actores poderosos son capaces de obtener apoyo para implementar el extractivismo como modelo nacional de desarrollo socioeconómico y promover la inacción ante la injusticia ambiental. Utilizo el caso de la adopción de la soja transgénica en la Argentina para analizar lo que yo llamo las sinergias del poder, que crean y legitiman el sufrimiento, la desigualdad social y la degradación ambiental. Para comprender este proceso, tenemos que entender la historia y la configuración de la economía política argentina, así como su cultura nacional.
Aquí pongo de manifiesto cómo una poderosa sinergia de actores influyentes –desde el Estado hasta el agronegocio nacional y transnacional y sus aliados en los medios y las ciencias– han asignado a la biotecnología transgénica usos y significaciones que se nutren de desigualdades estructurales y simbólicas profundas; procediendo así, han logrado crear consentimiento social y disminuir el poder de los movimientos que podrían apartar la trayectoria del desarrollo argentino del extractivismo. Contribuyendo a las perspectivas sobre la economía política del medioambiente, muestro cómo la cultura, el discurso y la identidad nacional son fundamentales para los intereses materiales de las personas en el poder.
Las semillas del poder: los cultivos genéticamente modificados
Los cultivos genéticamente modificados son el resultado de un método de cultivo de plantas conocido como ADN recombinante. Con la ayuda de una pistola genética, los científicos insertan un gen de otro ser vivo, bacteria o virus, en el ADN de la célula de la planta para expresar la propiedad deseada. Los promotores de esta tecnología han formulado la atrevida pretensión de que mediante ella se pueden modificar los cultivos de manera que expresen características que salvarán al mundo, como el incremento nutricional de un producto.
Uso los términos genéticamente modificado, creado mediante ingeniería genética y transgénico de forma intercambiable para referirme a las plantas que resultan de la biotecnología del ADN recombinante (en particular me refiero a los cultivos genéticamente modificados para tolerar la fumigación con herbicidas y resistir a los insectos plaga: soja, maíz, algodón y colza). Mientras que los partidarios de la tecnología afirman que los cultivos convencionales y la modificación genética moderna son equivalentes puesto que ambos dan como resultado una planta con genomas alterados, los críticos sostienen que estos son procesos cualitativamente diferentes. En el cultivo convencional de plantas y en la cría tradicional de animales los productores solo pueden mezclar especies sexualmente compatibles. La biotecnología transgénica es diferente del proceso tradicional porque el intercambio genético no se puede realizar en el medio natural y es posible en el laboratorio.
La variedad de cultivos transgénicos hoy disponibles es muy limitada. Las dos propiedades transgénicas más comunes, tolerancia a los herbicidas y resistencia a los insectos plaga, se encuentran en cuatro cultivos comercialmente importantes: soja, maíz, algodón y colza. Estos cuatro productos suponen el 99 por ciento de todos los cultivos transgénicos plantados en el mundo.
La soja constituye el 50 por ciento de ese número. Además de la soja, el maíz significa el 31 por ciento de todos los cultivos plantados; el algodón, el 13 por ciento; y la colza, el 5 por ciento. El restante 1 por ciento de cultivos transgénicos comerciales se compone de alfalfa, remolacha azucarera, papaya, papas, berenjenas y manzanas.
La soja transgénica ha sido modificada para tolerar los herbicidas basados en el glifosato, un desarrollo tecnológico etiquetado por Monsanto como Roundup Ready (RR), porque puede tolerar la fumigación con Roundup, el herbicida más vendido por la empresa.
Una nueva variedad de semillas de soja transgénica acumula características de tolerancia al herbicida y resistencia a los insectos plaga (una tecnología desarrollada y vendida por Monsanto como Intacta Roundup Ready 2 Pro, originalmente lanzada en Brasil en 2010 y en la Argentina en 2012). Cultivos resistentes a los insectos plaga (principalmente maíz y algodón, vendidos bajo la marca Intacta) han sido modificados para expresar toxinas Bt, un plaguicida, de tal modo que, cuando los insectos se alimentan del cultivo, mueren por envenenamiento. Este desarrollo tecnológico reduce la necesidad de que el productor rural fumigue con insecticidas químicos para controlar las plagas de lepidóteros (en particular, el barrenador del tallo, el gusano cogollero y la oruga bolillera).
Las semillas resistentes a los herbicidas actúan de una manera diferente a las semillas tradicionales. En la agricultura convencional los productores aran antes de sembrar para remover las malezas. Sin embargo, al arar el suelo se rompe su estructura, lo cual hace que los nutrientes y la humedad se diluyan; este era un problema importante en la región pampeana antes de la adopción de los cultivos transgénicos. Ahora bien, puesto que las plantas de soja RR toleran el herbicida químico, los productores rurales pueden sembrar sin arar y luego pueden fumigar para eliminar las malezas. Este “paquete tecnológico” (la combinación del método de la siembra directa (sin arar), las semillas de soja RR y el herbicida basado en el glifosato) resolvió importantes problemas de sustentabilidad para los productores de la región pampeana. Este procedimiento, por otra parte, simplificó sustancialmente las prácticas de producción, redujo los costos de la mano de obra y de la inversión e incrementó la rentabilidad.
La industria biotecnológica presenta los cultivos transgénicos como un beneficio para los productores y el medioambiente, en la medida en que esos cultivos reducirían la aplicación de agroquímicos y permitirían que los productores usen agroquímicos menos tóxicos. En particular el Roundup, basado en el glifosato, es publicitado y vendido como seguro para los humanos y el medioambiente. El glifosato es clasificado por la Agencia de Protección Ambiental de los Estados Unidos (EPA) y por su contraparte en la Argentina, el Servicio Nacional de Sanidad y Calidad Agroalimentaria (Senasa), como un producto de baja toxicidad. En la región pampeana, previo a la introducción de la soja RR, los productores fumigaban con herbicidas más tóxicos y más caros. El glifosato sustituyó a estos últimos y simplificó las prácticas de la producción rural, reduciendo la fumigación por hectárea, la mano de obra, los gastos en hidrocarburos fósiles y minimizando el impacto ambiental.
Con el paso del tiempo, sin embargo, los productores se encontraron con problemas de resistencia en la medida en que las malezas y los insectos se adaptaron a los terrenos transgénicos. Ya en 2002 productores argentinos y estadounidenses comenzaron a informar sobre la emergencia de “supermalezas” en campos plantados con soja y maíz resistentes a los herbicidas. En el verano de 2013 los productores brasileños sufrieron una plaga del gusano cogollero, lo cual provocó pérdidas por miles de millones de dólares en las cosechas de soja y algodón, supuestamente controladas por semillas "Intacta" resistentes a estos insectos. Tales acontecimientos obligaron a los productores a fumigar con mayor cantidad de agroquímicos para controlar las plagas. El uso de glifosato en la Argentina, los Estados Unidos y Brasil ha aumentado intensamente desde la adopción de las semillas RR. En la Argentina el promedio del uso de glifosato por hectárea se ha más que duplicado desde la adopción de la soja tolerante a los herbicidas, de 2,05 kilogramos por hectárea en 1996 a 4,45 kilogramos por hectárea en 2014.
Su toxicidad ha estado bajo un análisis riguroso y creciente desde 2015, cuando el Centro Internacional de Investigación sobre el Cáncer de la Organización Mundial de la Salud (OMS) reclasificó al herbicida como “probablemente cancerígeno para los humanos”. Los productores, a su vez, han vuelto a aplicar herbicidas complementarios de mayor toxicidad, como el paraquat, el 2,4-D, y la atrazina.
Los productores recurren a un uso creciente de agroquímicos y adoptan nuevas variedades de cultivos transgénicos para mantener una productividad elevada. Así, mientras la industria propone a los cultivos transgénicos como una solución tecnológicamente sustentable, en la práctica, la lógica del capitalismo empuja a los productores a adoptar tecnologías nuevas para sostener la acumulación, aun cuando estas aumentan el riesgo social y ecológico.
Los cultivos transgénicos se plantaron por primera vez a escala comercial en 1996. Los Estados Unidos y la Argentina, junto con Canadá, China y México, fueron pioneros en la adopción de la nueva biotecnología transgénica. Veinte años después la superficie sembrada se acrecentó cien veces, un hecho sorprendente que lleva a algunos a sostener que los cultivos transgénicos son la tecnología agrícola más rápidamente adoptada en la historia de la humanidad desde la invención del arado diez mil años atrás.
Los cultivos transgénicos son presentados como una tecnología que favorece a los pobres y que es ambientalmente sustentable. La promesa de estos cultivos es que van a permitir a los pequeños productores de las naciones en desarrollo producir más alimento con menos recursos. Según la Organización de las Naciones Unidas (ONU), en el mundo 832 millones de personas pasaron hambre en 2017, es decir, uno de cada diez habitantes. La inseguridad alimentaria global se exacerba por los conflictos civiles y los desafíos climáticos que amenazan la producción de alimentos, tales como las sequías, las inundaciones y los huracanes. La propuesta es solucionar el hambre, la pobreza y la degradación ambiental aumentando la productividad de los cultivos gracias a la adopción de la biotecnología transgénica.
De acuerdo con Jeffrey Sachs, economista y defensor de la sustentabilidad: “Cómo hará el mundo para alimentarse es uno de los problemas sin resolver más complicados del desarrollo sustentable”. El objetivo humanitario de alimentar al mundo y el optimismo tecnológico que sostiene ese discurso prometedor de los cultivos transgénicos no son exclusivos de la industria y sus grupos de expertos, sino que son difundidos por intelectuales reconocidos como Sachs, Thomas Friedman y Steven Pinker. Este tipo de discurso ha prendido en la Argentina. La raíz del problema del hambre global, nos dice el relato, consiste en una combinación de crecimiento poblacional y tecnologías insuficientes, un problema que empeora con el cambio climático.
Ese relato se basa en una definición tradicional de desarrollo que equipara cuantitativamente crecimiento económico con bienestar social y que cualitativamente define el desarrollo como una evolución lineal hacia el progreso, la civilización y la mecanización. Esas ideas y creencias tienen sus profundas raíces en los orígenes de la Argentina y han sido apropiadas e implementadas por las elites políticas y económicas para crear consenso social sobre el extractivismo sojero como un instrumento de desarrollo para el país.
¿Por qué la soja importa?
El 94 por ciento de toda la soja plantada en los Estados Unidos son variedades de semillas resistentes a los herbicidas. En la Argentina la cifra sube a casi el 100 por ciento. Si bien la soja se usa para hacer tofu, leche de soja y tempeh, la mayor parte de la soja que comemos es irreconocible como tal. La soja transgénica ingresa en el sistema alimenticio a través de alimentos procesados y productos de origen animal. El aceite de soja es el aceite comestible más usado por la industria alimenticia. Está en las galletas, el chocolate, las barras de cereal, la margarina, la mayonesa, los condimentos de las ensaladas, los sustitutos lecheros y cárnicos y otros. La fórmula de la leche no vacuna para niños está hecha a base de soja.
La promesa de que los cultivos transgénicos aliviarían el hambre en el mundo y ayudarían a solucionar el problema del cambio climático se desploma ante el hecho de que la mayor parte de la soja no se produce para consumo humano. La alta demanda de soja en Asia es una respuesta a la emergencia de una nueva clase media; en la medida en que la gente posee más recursos económicos tiende a comer más carne. Esta rápida demanda de proteína animal, sin embargo, genera una fuerte presión sobre el medioambiente. La producción de carne implica un uso intensivo de recursos y, por ende, no resulta una forma efectiva o sustentable de alimentar a más gente.
La idea de que la soja se expande para responder a las demandas asiáticas tiene que ser reemplazada por una “postura más veraz” sobre ese cultivo, o sea, que es producido más por su alta rentabilidad en el mercado internacional que para solucionar preocupaciones humanitarias. La cadena global de la soja está controlada por un puñado de empresas transnacionales que se quedan con la mayor parte de los beneficios del comercio del cultivo.
Tres empresas multinacionales gigantes (ChemChina-Syngenta, Corteva Agriscience y Bayer-Monsanto) controlan más del 60 por ciento del mercado del comercio de semillas y el 70 por ciento de la industria agroquímica. Cuatro compañías dedicadas al comercio de granos (ADM, Bunge, Cargill y Louis Dreyfus –conocidas colectivamente como ABCDs–) controlan el 90 por ciento de las exportaciones.
El sector de la alimentación agrícola está cada vez más concentrado como resultado de fusiones y adquisiciones recientes. En 2017, ChemChina adquirió Syngenta, y Dow y Dupont se convirtieron en Corteva Agriscience. En 2018, Bayer se fusionó con Monsanto. En conjunto, los activos de esos tres gigantes del agronegocio significan 352.000 millones de dólares y su renta total anual combinada llega a 190.000 millones. Los ABCDs son exportadores dominantes en América del Sur tras haber adquirido compañías locales y haber invertido en almacenamiento, procesamiento, logística y comercio.
El capital financiero está también presente en el sistema global de los alimentos, puesto que actores e instituciones financieras (bancos, fondos especulativos y fondos de inversión) pueden negociar –y, cada vez más, especular– con la soja como materia prima en el mercado financiero global y también comprar o alquilar campos para la producción agrícola.
La soja es un cultivo “flexible” preferido porque se puede obtener indistintamente en la Argentina, Brasil o Paraguay y se lo puede someter a usos múltiples y maleables mediante su procesamiento en alimentos, combustibles, carne animal o materiales para la construcción. Esto es conveniente y rentable para los actores empresariales nacionales y transnacionales que controlan la producción agrícola y guían la innovación tecnológica.
Las elites políticas también se benefician porque logran contener conflictos sociales acelerando el crecimiento económico. Los actores empresariales y estatales son aliados en la promoción de la biotecnología transgénica, puesto que cosechan los beneficios políticos y económicos de un crecimiento económico ininterrumpido.
¿Pero qué sucede en lo cotidiano? Hasta ahora las investigaciones sobre la economía política de la soja han estudiado los macroprocesos que transcurren por las nubes y, de esta manera, se les ha escapado la dimensión humana de la cuestión. El relato de los cultivos transgénicos promovidos por la industria y por los académicos de la modernización también tiende a altos niveles de abstracción, puesto que desliga la producción agrícola de sus contextos sociales y ecológicos, al presentar los cultivos transgénicos como una solución única para el desarrollo sustentable.
*El presente escrito es un extracto de la introducción. El libro puede adquirirse en el sitio web de UNSAM Edita.