Fotos:Nicolas Pousthomis / Subcoop para TierraViva
No querrán saber qué camino las trajo hasta aquí. Ni cuál de ellas agarró el machete y marcó el primer hueco en la selva. En silencio, las cuatro mujeres se internaron en la oscuridad húmeda del bosque en busca del mejor lugar para la primera casa. Caminaron una detrás de la otra, guiadas por el instinto; siguiendo las manchas de luz dibujadas en la tierra por los rayos de sol, que se filtraban entre las ramas. Cuando encontraron el lugar, armaron la ronda para prender el fuego y preparar un campamento donde pasar la noche.
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Vivi no tiene miedo pero se cuida. Abre su notebook para intercambiar archivos con un fotógrafo de Buenos Aires y, cuando se prende la pantalla, mira por la ventana como si algo de la computadora pudiera hacer elevar la nave. Su casa tiene forma de nave: toda la parte de adelante es circular y lleva grandes ventanas hechas con parabrisas de autos reciclados. Vivi también es de Buenos Aires. Es la que tiene la primera casa del barrio y quiere saber adonde va a ir a parar toda esta información que recolecta el reportero gráfico. Se supone que estos terrenos pertenecen a gente de Buenos Aires; decir eso es decir poco en verdad, hace mucho tiempo que ninguno de los dueños legales aparece por aquí. La posesión es de la gente que la habita actualmente y ni se discute de la legitimidad de ese derecho. Pero una toma es una toma. La casa de Vivi sería el centro de este barrio distinto en el Valle de Paravachasca.
¿Por qué sólo mujeres? Ninguna puede dar una respuesta satisfactoria. No parece ni siquiera un dato relevante para ellas. Circunstancias nomás: cruzarse con la persona indicada en el momento justo. Encontrarse un día en una vereda charlando del mismo sueño para resolver los mismos problemas y luego, de repente, estar pisando las mismas huellas para marcar un sendero en el bosque.
La casa tiene atributos de madre, dirá luego La Consti, artista colombiana que vive con sus dos hijes en la segunda casa del barrio. En la intimidad del hogar es directa la conexión con recuerdos de la infancia. Ciertos olores y sensaciones llevan a rincones de la memoria donde da gusto refugiarse; es como volver al lugar del cobijo original, “originario” es la palabra que usa ella. Construir una casa redonda, edificar con barro, fabricar una atmósfera de colores con reflejos de vidrios de botellas es la forma que eligieron estas mujeres para armar casas de otro género.
“Yo soy así, cuero y tierra”, dice “La Consti” mostrando un tambor gigante que guarda a un costado de la puerta de entrada. Su mano acaricia suavemente el parche tenso y oscuro, tan parecido al color de la mano que parece hecho de la misma piel. El contacto hace que los dos cuerpos vibren en sincronía cuando un sonido inmemorial sale de su garganta: una cumbia colombiana que pronto acompaña su hijo “Tincho” con su batería para que la casa entera se ponga a tono con este momento y todos los otros momentos que vivió esta tierra. Las casas de barro tienen esa particularidad: parecen nacer del suelo. El techo, las paredes y el piso se integran en un mismo bloque, son otra parte del suelo, son el suelo.
El barrio que habían soñado las fundadoras se fue realizando con el tiempo y de a poco cobró vida propia con nuevas personas y nuevas preocupaciones. La idea original era armar una aldea diferente con conciencia, organización y mucha participación vecinal. Los primeros visitantes en sumarse al proyecto armaron “La Ranchada”: un espacio común donde reunirse y pensar juntes el territorio.
Debates que reforzaban los códigos de bioconstrucción, respeto del medioambiente, reciclado y manejo responsable de los recursos; pero también, en las asambleas, surgían otras voces que planteaban la necesidad de no cerrarse al mundo, de “seguir luchando para afuera”. Llenar de ideología el barrio implicaba también dejar que crezca y que se instale gente con necesidad de vivienda más urgente y otro bagaje político.
“La diversidad trajo nuevos desafíos”, dice Mirna para contar la evolución del barrio y la “urbanización” de la aldea. Mirna trabaja en la radio del pueblo y está firme junto a Vivi y “La Consti” desde el principio. Su casa —la tercera del barrio— luce ordenada, luminosa y se proyecta para arriba. Una topografía del barrio mostraría perfectamente dónde vive cada una. El estudio podría revelar que cada casa se parece a las personas que las habitan. Mirna es alta, grande, rubia de rastas y fuerza en el puño y en la voz. Ella cuenta todo, sabe cuándo y por qué existe este lugar.
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Pasaron más de cinco años desde aquella mañana, el barrio creció en todo aspecto: a las primeras “brujas” o “hippies”, como les dicen en el pueblo, se les fueron sumando personas con otras preocupaciones habitacionales: habitantes de los barrios periféricos de la Ciudad de Córdoba, que buscan una tierra más acogedora que la de los barrios marginales de la gran urbe mediterránea. Gente que seguiría viviendo en Córdoba capital si pudiera, pero que encontró tierra libre en un monte de este valle.
Todavía hoy se ven carteles de “propiedad privada” colgados por gente que viene a okupar un terreno y pone el mojón para delimitar su espacio. Llegaron familias grandes, autos nuevos, reclamos por la luz y la recolección de residuos, bancos de cemento para la plaza…
Los hombres tienen otras maneras de construir y de habitar. “La Consti” cuenta que un día la vinieron a apretar por el terreno que está al lado de su casa. Sin vueltas, le mostraron un arma para que se calle y deje que instalen una especie de aguantadero, escondido entre los grandes árboles del bosque. Ya había ocurrido unos años atrás: hubo que lidiar con personas que querían aprovechar los terrenos para ocultarse sin escapar demasiado lejos de Córdoba.
Ese día “La Consti” se plantó y logró disuadir a aquellos hombres con palabras y convicción de mujer. El barrio tiene sus propios códigos: respeto, cooperación y también aguante; no es la ley de la calle, es la ley de la selva donde manda la hembra. Lo que antes era tierra de nadie, hoy es tierra de quien la trabaja, la cuida y la quiere.
Todas las primeras casas del barrio están conectadas entre sí por una campana, cuenta Laura. Ella es madre de Alaya, la niña más chiquita del barrio, y también acompañó desde el principio. Cuenta que construyeron con la modalidad de la minga: trabajan todos en una misma obra, luego todos en la otra y así van avanzando al mismo ritmo. Por eso sienten cada casa como su casa y las cuidan cuando alguna se va.
Vivi, Constanza, Mirna, Laura… Como bellas brujas que son, un día de sol y luna llena, pusieron la magia del destino de su lado y parieron un barrio orgánico bien adentro del monte. No querrán saber cómo llegaron hasta allí. Ni cual agarró el machete y marcó el primer hueco en la selva. Sólo que fueron cinco mujeres y que el lugar se llama “Los Chañaritos”.