Por Natalia Lazzarini
Es una de las cuatro hortalizas más consumidas por los argentinos. Aunque se cosecha en verano –el calor impulsa su maduración–, se la consigue en las góndolas todo el año. Su demanda es estable, con algunos picos en primavera. Sin embargo, el precio del tomate varía a lo largo del año, con tantos altibajos como el mismo clima que lo puede hacer crecer o desaparecer. El tomate redondo es el alimento que más aumentó en octubre, según el último Índice de Precios al Consumidor (IPC) del Instituto Nacional de Estadística y Censos (Indec). En un mes, el kilo pasó de costar 172,2 a 209,6 pesos. El incremento fue del 21,7 por ciento. Este indicador se ubicó muy por encima de la suba general de la canasta básica (que creció 3,5), incluso del total de productos estacionales (8,1 por ciento).
La estadística realizada por el Mercado Central de Buenos Aires —donde se comercializa más del 20 por ciento de las de frutas y verduras del país— refleja una suba similar. El precio del tomate asciende en una curva que se comporta en forma de “serrucho”, a diferencia de la gran mayoría de los alimentos que crecen en forma sostenida. Aunque la tendencia es a la suba, también baja en determinadas épocas del año. El pico fue en julio, con un incremento del 51 por ciento respecto al mes anterior.
El precio del tomate y de dónde viene
“El precio del tomate es un fiel reflejo de los movimientos del mercado —indica el ingeniero agrónomo Mariano Lechardoy, ex subsecretario de Bioindustria del gobierno de Mauricio Macri—. Cuando hay mucho producto para ofrecer, el precio cae estrepitosamente. Los valores fluctúan más por la oferta que por la demanda, que es bastante inelástica. Dependiendo de su poder adquisitivo, una persona la consumirá más o menos, pero nunca lo va a dejar de comprar”.
Lechardoy, quien además se define como especialista en logística y comercialización, sostiene que la mayoría de los países de la región comparten el mismo modelo en la venta de frutas y verduras, a través de mercados mayoristas. Este circuito –según su criterio– evita estrangulamientos para los productores, así como monopolios y oligopolios.
Sin embargo, para Pablo Blanco, presidente de la Asociación Hortícola Río Santa Lucía (Corrientes), deberían existir otros medios de comercialización “para que el consumidor final reciba directamente los alimentos en manos del productor”.
“El precio del tomate no lo forma la logística ni el costo del cajón embalado que llega a distintos mercados. El valor se conforma por la oferta y la demanda. Nosotros mandamos a todo el país. No es que el Mercado Central de Buenos Aires tenga una concentración única como pasó en años anteriores. Tenemos muchos satélites, incluso en esa misma provincia”, indica.
Blanco aclara que existe una distorsión muy grande de precios en las verdulerías y grandes supermercados. Por eso la necesidad de encontrar vínculos más cercanos de contacto entre los productores y consumidores finales.
Por su parte, Ana Laura Campetella, editora de la revista InterNos, medio especializado en agro, explica que el tomate se produce en distintas zonas del país. Cada una de esas regiones tiene un momento productivo. Por ejemplo, en verano se cosecha más en La Plata, el resto de la provincia de Buenos Aires y Mendoza. Mientras que, en invierno, entra a jugar fuerte la hortaliza que nace de los invernaderos de Corrientes y del campo abierto del noroeste argentino, mayoritariamente de Salta.
“Cada región tiene un momento productivo clave, con una fuerte presencia en el Mercado Central. Cuando se dan cambios entre una y otra zona, se producen ventanas. Y entonces el precio tiende a aumentar. Al ingresar los productos de una región y crecer la oferta, el valor desciende. En cambio, la demanda se mantiene alta y estable casi todo el año, con picos en el consumo que se suelen dar cuando comienzan los primeros calores y la gente tiende a comer más ensaladas”, indica la periodista agroalimentaria.
Según datos del Mercado Central, el 44 por ciento del tomate redondo que se comercializó en lo que va del año provino de Buenos Aires. Le siguieron Salta (23 por ciento), Corrientes (20 por ciento), Mendoza (11 por ciento) y Jujuy (2 por ciento). En el caso del tomate perita, Buenos Aires y Salta tuvieron una participación similar. El 37 por ciento de los frutos provinieron de la primera provincia y el 33 de la segunda. Continuaron Corrientes (18 por ciento), Mendoza (10 por ciento) y Jujuy (2 por ciento).
La hortaliza se produce en la mayoría de las provincias, que tienen cinturones verdes pero que no alcanzan a satisfacer la demanda de cada jurisdicción. En Mendoza, alrededor de la mitad de la cosecha se destina a la industria, no influyendo este en el precio del tomate fresco. Mientras que San Juan se especializa en la producción de semillas.
La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) informó –en diciembre del año pasado– que en el país se cultiva un promedio de 17.000 hectáreas de tomate, según las diez últimas campañas.
¿Alcanzan para satisfacer la demanda interna? En ciertos momentos no, por eso crece el precio. Otro dato relevante lo aporta el comportamiento cultural: el tomate se encuentra entre las cuatro hortalizas más consumidas por los argentinos.
Según un informe del Centro de Investigación en Economía y Prospectiva (Ciep) del INTA —en base a datos de la Encuesta Nacional de los Hogares (Engho) del Indec, 2017 y 2018—, el tomate redondo es la segunda verdura fresca más consumida en el país. Los argentinos comen más de 17 millones de kilos por mes, destinando una inversión de 746 millones de pesos.
Esta hortaliza representa el 0,64 por ciento del gasto total realizado en alimentos y bebidas. Según los datos de la encuesta, la papa es la hortaliza más consumida con el 1,29 por ciento del gasto realizado en alimentos en los hogares argentinos. En tercer lugar, se ubica la cebolla (0,61 por ciento del gasto), seguida por el tomate perita (0,47) y la lechuga (0,44).
Los datos del Mercado Central de Buenos Aires avalan esta tendencia. El tomate es una de las cinco verduras más consumidas, junto con la papa, cebolla, zapallo, zapallito y zanahoria. Todas ellas representaron el 80 por ciento del volumen total ingresado en mayo, el dato más actual que se encuentra disponible.
El abastecimiento de tomate, ¿anual o estacional?
El tomate necesita temperaturas templadas o altas para madurar. Requiere una exposición a pleno sol, suelos sueltos de textura ligera y ricos en materia orgánica. Si es un producto de verano, ¿tenemos posibilidades de consumirlo todo el año?. “Con bajas temperaturas, hay que producirlo más lejos. Ahí las distancias definen el alto precio porque incide más el costo del flete. Y depende del poder adquisitivo”, opina Lechardoy.
En la misma línea, Pablo Coltrinari, presidente de la Asociación Hortícola de La Plata, cree que se puede acceder al tomate durante todo el año, dependiendo del presupuesto de cada familia. “Argentina es un país extenso y abarca diversos climas. Cuando no tenemos tomates de La Plata, ingresa de Salta, Mendoza o Corrientes, de provincias que tienen el clima necesario para desarrollarlo. Todos tenemos deseo de consumirlo, pero si el bolsillo no nos da, tenemos entre 20 y 30 hortalizas para reemplazarlo”.
¿Cuáles son las hortalizas de estación? Por citar ejemplos, el otoño nos trae coliflor, remolachas, arvejas, batatas, arvejas y rúcula. En invierno se cosechan brócolis, repollos, hinojo, apio, zanahoria y repollitos de Bruselas. En primavera, espárragos, alcauciles y berro. Finalmente, en verano, además del tomate, es una estación propicia para comer berenjena, choclos, chauchas, zapallitos y calabazas.
Algo similar sucede con la carne, explica Coltrinari. Cuando no nos alcanza para comprar la de vaca, reemplazamos por pollo o cerdo. El titular de la Asociación Hortícola de La Plata sostiene que faltan políticas públicas que regulen la producción, tanto en hortalizas como en granos. Una regulación para el tomate que estandarice la producción necesaria para sostener la demanda y equilibrar los precios.
“Si el precio de la soja cayó por el Mercado de Chicago, por ejemplo, nadie te dice que, en lugar de sembrar dos millones de hectáreas, plantemos un 1,5 millón y reservamos 500 mil para sorgo, lino, cebada o maní. Lo mismo pasa con el tomate. Si cuesta 300 pesos el kilo, no te piden que siembres un poco más, para que ronde los 100 pesos”, traza un paralelo. La producción de La Plata se comienza a comercializar en diciembre y se extiende hasta junio. El fruto que se cosecha no se exporta ni se puede guardar, aclara Coltrinari, por eso los productores no pueden especular.
El platense enumera otros factores que inciden en la conformación del precio: la suba del dólar impacta en un aumento en los insumos, como las semillas, los fertilizantes y los insecticidas. También el clima y las plagas. Esta primavera se caracterizó por la amplitud térmica y lluvias repentinas. Y por la aparición de un gusano, conocido como “cogollero”, que agujerea el fruto e impide su comercialización.
“Todo depende de la oferta, de lo que se plantó. Si el fruto maduró o no. A veces cambia la orientación de la luna y pasamos de tener 100 a 500 tomates en las quintas. La plaza que se forma en el mercado varía, según ingresan pocos o muchos productos. A eso hay que sumarle el valor que le agrega la verdulería o el supermercado, que tiene costos fijos por cubrir”, indica el platense, al tiempo que advierte que –el año pasado– la zona desechó entre el 30 y el 40 por ciento de los cultivos de tomate, porque el costo de comercializarlo era mayor al de producirlo.
A contra estación
Cuando la nieve y las heladas cubren buena parte del país, la zona noreste y noroeste mantiene activa en la producción del tomate. Pablo Blanco, productor correntino, explica cómo se la rebuscan para sembrar y cosechar a contra estación: “Los invernaderos son grandes estructuras que soportan bastante el viento, la lluvia y algo de frío. Cuando el invierno es muy crudo, se coloca un doble techo y una doble cortina en la cubierta que rodea la estructura de madera. Si la helada es fuerte, se puede hacer riego por aspersión, que ayuda a que no se haga escarcha sobre el plástico y que no se forme el ‘efecto heladera’”. Algunos productores suelen hacer humo con leña, por fuera de los invernaderos, para crear una capa y no dejar que el hielo se asiente.
En el departamento correntino de Lavalle hay alrededor de 1500 hectáreas cubiertas por invernaderos, de los cuales cerca de 1000 se destinan a tomate redondo fresco. El resto se divide en pimiento morrón, chauchas, berenjenas y pepinos. Los primeros se siembran en diciembre y enero, en viveros. Se trasplantan y trasladan a quintas, donde tardan entre 45 y 60 días para ser cosechados.
El invernadero tiene un alto costo: cerca de cinco millones de pesos la hectárea, aclara Blanco, quien coincide con su par platense en que las fluctuaciones del dólar inciden en el costo de la producción. Y que, a veces, los ingresos no alcanzan para cubrir los egresos. “En Santa Lucía, un cajón de 20 kilos cuesta hoy 200 pesos como mucho. Se hace complicado sostener la actividad con ese precio. Por eso elegimos arrancar con las plantas de tomate que venderemos el año que viene. Con las cosechas de invierno, compensan el desbalance económico que sufren en el verano, salvo en algunos casos en los que los productores no logran capitalizar lo invertido. El fuerte de Corrientes, junto con Salta y Jujuy, es ser protagonistas en los mercados en épocas estacionales en las que los demás no pueden producir por las características climáticas.
Tomate agroecológico
A 890 kilómetros de Corrientes, Rosa Tolaba intentará una vez más obtener jugosos tomates en su emprendimiento de Villa Retiro, al noreste de la ciudad de Córdoba. Hace ocho años sostiene junto a sus hijos Raúl, Mirtha y Nilda Galean la producción agroecológica “Las Rositas”. Estos trabajadores no utilizan insecticidas ni larvicidas y comercializan sus verduras en ferias barriales.
Rosa pone en práctica saberes ancestrales. Nació en Santa Fe capital, el 30 de agosto de 1955. Se mudó junto a sus padres a Bolivia, cerca de Copacabana, donde vivió hasta los 16 años y regresó a Santa Fe, esta vez al interior: Monte Vera. No sabe leer ni escribir, pero sí interpretar la naturaleza. Toda su vida trabajó en huertas y chacras. Sabe que el ají licuado ayuda a espantar las plagas, ya sea esparciéndolo solo o junto con ceniza filtrada. Que la ortiga también las repele y le conoce el pulso a la mayoría de las hortalizas que se cultivan en esta zona de Córdoba.
Todos los veranos trata de cosechar tomates cherry, perita y redondos, con semillas que consigue de productores convencionales, ferias donde quinteros agroecológicos se las intercambian y conocidos que visitan otros países y se vuelven con una “muestra” para la producción de Rosa y sus hijas. Como Laura, una amiga que estuvo en México y regresó con semillas de locoto (un condimento picante), tomates verdes y maíz morado.
Allí, en un rincón de la quinta, las productoras esperan con ansias ver crecer los marlos extranjeros, para saber si finalmente esa especie de maíz, tan típica de Los Andes, –que se utiliza, entre otras cosas, para la chicha morada–, podrá crecer en suelo cordobés.
Rosa y sus hijas luchan contra las inclemencias del tiempo, contra una primavera que no tuvo temperaturas intermedias, sino frío, calor y lluvias repentinas. Pelean contra todo eso porque no hay mejor que comer sano. “Nos cuesta mucho cosechar ese fruto, porque es sensible al clima. Pero insisto, insisto porque me gusta comerlos y que la gente los pueda disfrutar. Me recuerda a los sabores de mi infancia”, expresa la mujer.
Sentadas en una mesa, a la orilla del jardín, Rosa, Nilda y Mirtha cuentan que en 2009 decidieron alquilar este espacio de dos hectáreas y media. Comenzaron a producir algunas hortalizas hasta que se largaron, hace ocho años, con el emprendimiento agroecológico. “Venía uno y nos decía, ‘dónde está Rosa, ¿ustedes son las Rositas?, y así quedó el nombre. Porque así es como nos conocen los compañeros en la zona”, recuerda Mirtha.
En 2014, con el apoyo de Guillermo Aguirre, un ingeniero agrónomo del Instituto Nacional de Tecnología (INTA), se largaron a mayor escala. En aquellos tiempos la institución capacitaba a productores agroecológicos para que puedan ofrecer, directamente, el fruto de sus esfuerzos a los consumidores. Y así fue cómo surgió la feria agroecológica en el “bosquecito” del predio de la Universidad Nacional de Córdoba. Un lugar donde confluyen, los sábados, los quinteros que no utilizan químicos, insecticidas ni larvicidas, a ofrecer sus productos. No sólo se consiguen frutas y verduras, sino también cosmética elaborada con ingredientes naturales, miel, plantas, huevos y harinas integrales.
“Nunca nos hemos sentado a hacer las cuentas, pero te puedo decir que nada nos sobra. Por lo menos, podemos pagar los impuestos y mantener nuestra casa”, se sincera una de las hijas de Rosa, quien trabajó durante muchos años para unos quinteros de Río Segundo y pudo comprobar con sus propios ojos cómo abusaban de los agrotóxicos. “Volví a trabajar con mi mamá. Me gusta no depender de nadie, fijar mis tiempos. Así soy feliz”, comenta.
Ser sus propias jefas, trabajar en algo que les da placer y asegurarse de que consumen productos sanos son las tres principales motivaciones para esta familia. “Éste es un trabajo esclavizante, pero lo disfrutamos. Quizás nos da para lo justo, pero hacemos lo que nos gusta. Tenemos puntos de ventas que nos permiten ofrecer directamente al consumidor. Y lo aprovechamos”, explica Nilda.
Rosa, del otro lado de la mesa, se sirve un vaso de agua, se detiene unos segundos y expresa: “A veces me voy a acostar pensando que la gente no sabe lo que está comiendo. Y así se van enfermando cada vez de más cosas. Me gusta mi trabajo porque chicos y grandes pueden tener alimentos más sanos, que salen de la tierra. Y entonces descanso mejor, porque me voy más contenta a dormir”.
* Este artículo forma parte de la serie «Los precios de los alimentos», que cuenta con el apoyo de la Fundación Rosa Luxemburgo.