OPINIÓN
Por Walter Pengue*
Existe una confusión acerca de lo que es la agroecología. Por un lado, están los intentos de vilipendiar sus bondades y, por el otro, quienes pretenden solamente utilizar su nombre sin la apropiada comprensión de su verdadero sentido y utilidad para la transformación de una agricultura hoy criticada hasta por sus adláteres más conspicuos.
La agricultura industrial y el sistema alimentario actual están en crisis. Los argumentos no provienen de grupos alternativos marginales o de un cuatro de copas sino de los principales organismos internacionales que trabajan sobre la alimentación y la producción como la FAO. La Cumbre sobre Sistemas Alimentarios de 2021 lo dejó de manifiesto y encontró, entre otras, a las propuestas agroecológicas como un camino alternativo a tales crisis.
El crecimiento, en todo el mundo, de las prácticas y el conocimiento agroecológico se basan en un acervo científico que le dio validez a muchas prácticas agrícolas, criticó otras y propuso transformaciones trascendentes a través de procesos de innovación social y tecnológica que se vienen desarrollando con claridad en los últimos treinta años. América Latina cuenta con la Sociedad Científica Latinoamericana de Agroecología (Socla) conformada por científicos de toda la región. Estados Unidos y Europa tienen una sólida formación académica a nivel de grado y de doctorado e intercambia con nuevas asociaciones como la Sociedad Brasileña de Agroecología, la Sociedad Argentina de Agroecología, la Sociedad Chilena de Agroecología. Todas realizan congresos científicos recurrentes y de fuerte extensión territorial y académica.
Las universidades nacionales respondieron a la demanda social y de las nuevas necesidades no cubiertas por sus facultades de Agronomía y comenzaron a abrir sus espacios y currículas a la formación en agroecología. Esto ocurrió no sólo en el posgrado, que hace veinte años viene en ese proceso, sino en las trayectorias profesionales de las nuevas camadas de ingenieros agrónomos e ingenieras agrónomas. Tiempos de transformación, tiempos de cambio. La ciencia avanza y justamente se adelanta a los nuevos desafíos del ambiente, la sociedad y la explotación sostenible de los recursos. No basta ya sólo con producir a cualquier precio.
Experiencias y conceptos que marcaron el camino
Más de treinta años atrás, cuando llegó la siembra directa a la Argentina, cualquiera recordará la opinión y el statu quo planteado frente a esos “campos sucios”, mal trabajados a los ojos convencionales que representaban la siembra directa. Se venía un cambio de paradigma y siempre cuesta cambiar. La siembra directa dejaba el rastrojo en la superficie, lo cubría y permitía una mejora en la calidad de los suelos. Esa siembra directa, de manejo integral, sin utilizar agroquímicos, y hasta utilizando los “cultivos de servicios”, es la práctica extendida en agroecología. A veces se confunde mucho con la industrial, pero es útil con un buen manejo del recurso suelo.
Recuerdo los primeros atisbos de críticas en la entrada a los años 80. Argentina se planteó algo inédito a través del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA): el juicio a nuestra agricultura. Desde ese organismo se animaron y desarrollaron importantes documentos (hoy deben estar solamente en sus bibliotecas), sobre la calidad y potencial natural de nuestra agricultura frente a la fuertemente contaminante con agroquímicos y fertilizantes sintéticos de la europea y hasta de la norteamericana. Aquí hacíamos bastantes cosas buenas y algunas malas. La rotación agrícola ganadera era clave y útil al desarrollo integrado del campo.
Una década o poco más después escuché por primera vez —en el Teatro del Paseo la Plaza, en Buenos Aires— dos importantes conceptos, planteados por el ingeniero agrónomo Ernesto Viglizzo, la tecnología de procesos y la tecnología de insumos. Con la primera, muchísimos agrónomos avanzamos en la búsqueda de comprender procesos en lugar de convertirnos en meros visitadores médicos y vendedores de insumos. Esta apasionante carrera tiene mucho de manejar sistemas vivos, con su complejidad y desafíos. Ese concepto de Viglizzo fue muy útil en ese momento.
Luego emergieron las ideas de Daniel Díaz y tantos otros, seguidas luego por Roberto Cittadini desde el mismo INTA, para promover sistemas que no utilizaran agroquímicos y generaran alimentos sanos, baratos y accesibles para segmentos desfavorecidos de la sociedad. Así nació el patito feo del INTA: el ProHuerta. Se aprendió mucho pero no fue suficiente. Y siempre, con pocos y restringidos recursos. Ese programa hizo mucho, especialmente en momentos de dura crisis alimentaria. La fallida Mesa del Hambre, esgrimida hace muy poco y sin saber lo que es el hambre, se hubiera beneficiado mucho si hubiera tenido en cuenta esa experiencia.
La agroecología en las aulas de la universidad
Hoy la agroecología se puso de moda. Bueno y malo para ella misma: algunos argumentan que, de no ser serios en el mensaje o de aprovecharlo mal, podríamos condenarla a “morir de éxito”. La agroecología es una ciencia. Trabaja con procesos, los analiza, los revisa, los comprende, acepta y rechaza a través de la validación científica. Y eso es la que la hizo crecer con firmeza y seriedad en la última década. Actualmente se habla de ella en todas las plataformas científicas de mayor renombre mundial. Algunos ejemplos: la FAO, el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC), la Plataforma Intergubernamental Científico-normativa sobre Diversidad Biológica y Servicios de los Ecosistemas (Ipbes), el proyecto de la Economía de los Ecosistemas y la Biodiversidad (TEEB) y muchos otros grupos regionales, nacionales, centros de investigación y de research en todo el mundo.
En Argentina esta disciplina creció fuertemente en las universidades nacionales desde los años noventa, con los pioneros trabajos en la Universidad Nacional de La Plata y el involucramiento de investigadores como Guillermo Hang y Santiago Sarandón. Desde allí se impulsaron relevantes grupos de investigación que llegan hasta nuestros días, con centros de investigación como el LIRA y más de una veintena de doctores ingenieros agrónomos trabajando en la búsqueda de sistemas alimentarios sostenibles.
También por aquella época Jorge Morello y su equipo, a nivel de doctorado, formó a varios grupos en el marco del Programa de Doctorado de la Universidad de Buenos Aires. Esto se extendería luego con el Grupo de Ecología del Paisaje y Medio Ambiente (Gepama) en la UBA y crecería en forma recurrente y constante en las siguientes etapas hasta llegar a nuestros días. Hoy contamos con unidades que trabajan el tema en prácticamente todas las universidades nacionales.
La agroecología como ciencia también llegaría al INTA, al Instituto Nacional de Tecnología Industrial (INTI), al Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet), a la Comisión de Investigaciones Científicas y prácticamente a todos los estratos de ciencia y tecnología del país, que reconocen en ella a una disciplina científica de futuro que promueve una mirada integral hacia sistemas alimentarios sostenibles.
Para criticar hay que conocer
A la par de este proceso temporal, la agricultura industrial avanzó sobre los campos de la Argentina con la promoción de una sistemática expansión del consumo de agroquímicos y fertilizantes sintéticos. Esto facilitó, por un lado, un aumento de la producción y, por el otro, una expansión de la frontera agropecuaria con importantes costos ambientales y sociales para el país.
El emergente de estas consecuencias, leídas como externalidades, produjo cuestionamientos en la sociedad argentina, en particular en los pueblos fumigados afectados por la expansión de la conocida monocultura sojera.
Una respuesta integral fue promover la producción en la interfase urbano-rural de sistemas de producción agroecológica. La iniciativa acerca a los productores rurales una solución productiva, a los urbanitas una disminución de la carga agroquímica y a los funcionarios vinculados a las decisiones de políticas públicas una alternativa útil y sostenible para sus comunidades.
Con esa idea nacieron los escudos verdes agroecológicos (EVAs), como alternativas posibles de producción, comercialización y consumo para las interfases de pueblos y ciudades del país. Estos espacios fueron promovidos como oportunidades tanto para las tierras privadas como para las tierras públicas improductivas, abandonadas o subutilizadas por los municipios que podían convertirse en espacios de elaboración de alimentos.
Hoy vemos que esos espacios comienzan a crecer en varios lugares del país. Y lo observamos no solo en las interfases entre lo rural y lo urbano sino también en los municipios que, apoyados en el conocimiento tecnológico, implementan las prácticas de la Red Nacional de Municipios y Comunidades que fomentan la Agroecología (Renama) para impulsar esos procesos. La experiencia se replica en ciudades como Gualeguaychú, o ahora mismo en Chapadmalal. A ojos vista, son experiencias interesantes y de posible resolución del drama de la falta de producción, de la falta de empleo y del hambre.
Si el objetivo de producción en estos espacios abiertos y abandonados incumbe a la agroecología, que sigue los principios agroecológicos con su base científica y técnica claramente asimilada, el resultado será un beneficio explícito para los productores y para el entorno social y ambiental que les acompaña.
Pero para ello, es menester en primera instancia que se comprenda claramente que la agroecología es una ciencia que tiene premisas explicitas de producción y transformación de los alimentos, sin el uso de agroquímicos y fertilizantes sintéticos, que aprovecha el conocimiento local y los recursos locales y busca garantizar la seguridad y la soberanía alimentaria con alimentos sanos, seguros y a precios justos para productores y para consumidores.
No está bien que se tome opinión sin los saberes necesarios o con intereses específicos. Tampoco es correcto utilizar los preceptos de la agroecología sin cumplirlos o con objetivos que estén por fuera de la producción sostenible de los alimentos.
La búsqueda de confusión es clara. El peor enemigo de la ciencia, más allá de la siempre bienvenida crítica científica y discusión entre pares, está en la ignorancia y la brutalidad con la que se utilizan conceptos y la tergiversación intencional de la realidad y del conocimiento científico que está detrás de lo dicho por la disciplina. Eso termina afectando el genuino y sano interés de producir alimentos donde antes se producía basura.
La agricultura y los sistemas alimentarios globales están en un cruce de caminos, en una revisión y críticas de su paradigma actual. Un nuevo paradigma se yergue con bases sólidas en la tercer década de este siglo y la agroecología, entre otras disciplinas hermanas que analizan la sustentabilidad de la agricultura, están en su centro.
Sería muy bueno para todos y todas, que quienes le critican, al menos antes incursionen en una lectura dedicada y profunda de sus preceptos y objetivos. Hay suficiente material producido en el más alto nivel, que valida y justifica este nuevo camino productivo, de fuerte raigambre alimenticia, social y ambiental.
*Walter A. Pengue es Ingeniero Agrónomo Fitotecnista (Genética Vegetal) por la UBA. Es Magister en Políticas Ambientales y Territoriales (UBA). Es Doctor en Agroecología por la Universidad de Córdoba (España). Ha realizado estancias postdoctorales en estudios sobre Bioseguridad Agropecuaria en Noruega y Nueva Zelanda. Es Miembro de la Academia Argentina de Ciencias del Ambiente y Miembro Científico de varios Grupos de Investigación de las Naciones Unidas (Resource Panel, TEEB, IPCC e IPBES, entre otros). También es Director del Gepama (Grupo de Ecología del Paisaje y Medio Ambiente) de la UBA y Profesor Titular Ordinario de Ecología de la Universidad Nacional de General Sarmiento.