OPINIÓN
Por Carlos A. Solero*
Si de algo estamos convencidos es que el capitalismo es un sistema predador de la vida en todas sus expresiones.
Está en la esencia capitalista arrasar con la naturaleza a la que considera como un potencial recurso de los procesos productivos. El desarrollo de las fuerzas productivas implica avanzar como sea, aniquilando lo que oponga, sean vegetales, minerales, vidas animales o humanas.
El extractivismo minero, petrolero y de los agronegocios es un ejemplo palmario de lo que señalamos.
En Argentina y en Latinoamérica, más allá de las etiquetas gubernamentales, se impone ese modelo, que obedece al patrón de acumulación capitalista.
En Bolivia es el litio y el gas; en Argentina y Brasil la sojización acelerada; en Venezuela el petróleo y en los países centro americanos la continuidad de las multinacionales frutícolas.
Todo esto implica el desplazamiento de poblaciones que los poderosos consideran un “obstáculo”. La represión de vecinos autoconvocados en asambleas que luchan por la defensa del agua o por la tierra y contra el capital es parte del plan hiperdesarrollista.
Recordemos los ataques a indígenas del Chaco y Formosa para ampliar la “frontera de la soja”, la represión a vecinos en Jáchal (San Juan) que luchan contra la contaminación de los ríos. Las incursiones en la Patagonia contra comunidades que resisten a la explotación de Vaca Muerta.
En el presente, en la provincia de Chubut, el gobernador Marino Arcioni se jacta de la declaración de zona minera al territorio que abarca desde la Cordillera de Los Andes hasta el Océano Atlántico.
La incompatibilidad entre el sistema capitalista y la preservación de la vida es clara y evidente.
Los desafíos están planteados. Hay que pasar a la acción autónoma y resistente.
* Profesor de Sociología de la Universidad Nacional de Rosario. Miembro de la Biblioteca y Archivo Histórico Social Alberto Ghiraldo.
Foto: Martin Katz / Greenpeace