El árbol milenario que brinda algarroba, harina, café y futuro
noviembre 7, 2024
Sección: Agroecología
Algarrobo es sinónimo de monte nativo. Diezmado por el extractivismo agrario, es cuidado y venerado por familias campesinas y pueblos indígenas. De su fruto, la algarroba, luego de molerla y procesarla obtienen harina y café. Crónica desde territorios asediados por empresarios de monocultivos, voces del campo que mantiene viva la cultura ancestral y produce alimentos sanos.
Foto: Agencia Tierra Viva

Por Mariángeles Guerrero

Desde Santiago del Estero

La tarde se presta para encender el horno porque no hace demasiado calor. Pero Juan Carlos Abdala aclara que, para hacer un buen café o harina de algarroba, son mejores —y también más sacrificados— los días con más temperatura. Estos alimentos, que se popularizaron en dietéticas, ferias y recetas que circulan por las redes sociales, se elaboran con el fruto del algarrobo, un árbol nativo del noroeste del país. Los pueblos indígenas y campesinos son dueños de un saber milenario que genera un alimento sano y generoso.

Abdala es integrante de la Asociación de Familias con Identidad Huertera (AFIH) de Santiago del Estero. La organización nuclea a productoras y productores del departamento Banda, en el centro de la provincia. El hombre maneja por la ruta provincial 11, que une la capital de Santiago con la localidad de Clodomira. A las 10 de la mañana, el sol ya pega fuerte: rebota en el asfalto y calienta el pavimento, rodeado de campos sin árboles. Entre mate y mate, señala las desmotadoras de algodón, maneja y sonríe mientras escucha. Quien habla, desde la parte de atrás del auto, es Rina “Turca” Chami, también productora de la AFIH. 

Chami lleva consigo una bandeja de higos desecados, con los que también prepara café. Y va contando por qué su pueblo, Simbolar, se llama así: “Por los simboles”, asegura. El simbol es una planta originaria del norte argentino. Sobre esa llanura de sol ardiente y desmotadoras, los nombres y la identidad van unidos a la vegetación que le dio vida al lugar, mucho antes de que las topadoras arrasen con el bosque nativo.

Foto: Wikimedia

La camioneta que conduce Abdala avanza y las localidades se suceden: Simbolar, Clodomira. En esta última está la Usina, el predio de cinco hectáreas que la AFIH recuperó para la producción agroecológica. Su nombre se debe a que allí funcionaba la usina eléctrica que abastecía a la ciudad. Las 15 familias campesinas que integran la organización no están exenta de las disputas con empresarios que pretenden usurpar sus tierras.

En 2009 y en 2013 el conflicto fue con el empresario algodonero José Balagueró. Unos años después, Manuel Sosa (ligado al empresario de la construcción Miguel Sarquíz) intentó usurpar el predio. En 2015 el Poder Judicial dio la razón a la organización campesina y Sosa debió retirarse. En 2021 se tomó la decisión de ceder doce lotes a las familias vinculadas a la organización que participaron del conflicto.

Esas tierras hoy ven crecer árboles nativos, plantas aromáticas y huertas. También hay un gallinero, criaderos de gusanos de seda, producción de bioinsumos y un escenario donde organizan espectáculos para la comunidad. Proyectan hacer un pulmón verde con mil árboles frutales de secano, como el algarrobo. «Amamos este lugar», dice Abdala.

El avance de la frontera agropecuaria en Santiago del Estero está ligada a la deforestación y al desalojo de quienes ancestralmente habitaron esas tierras. Esas son las circunstancias en que las familias producen alimentos y defienden el monte nativo. Y en esa forma de resistencia recuperan sabores y nutrientes alternativos al mercado de ultraprocesados.

Foto: Agencia Tierra Viva

Un árbol que alimenta

La algarroba es el fruto del algarrobo. Tiene la forma de una chaucha y su color varía según la especie. Es uno de los alimentos autóctonos más antiguos de Sudamérica y uno de los principales productos forestales no madereros de Argentina, según un informe publicado en 2019 por la ex Secretaría de Ambiente y Desarrollo Sustentable de la Nación. 

El algarrobo crece en zonas semiáridas y resiste bien a la escasez de agua y a la salinidad de los suelos. Pertenece al género “prosopis”, de la familia Fabaceae. En nuestro país hay 27 especies de este género, de las cuales 13 son nativas. Las especies de prosopis más utilizadas para la alimentación humana son el algarrobo blanco, el negro, el algarrobo dulce, el vinal y el alpataco.

El nombre del algarrobo fue impuesto por la colonia: así lo llamaron los españoles, por sus similitudes con el algarrobo europeo. Además de dar alimento, la planta tiene el potencial de detener el avance de la desertificación, contribuir a la desalinización, minimizar el escurrimiento de las aguas y controlar la erosión.

Las chauchas de algarroba, algunas más estiradas, otras espiraladas, otras achatadas, empiezan a desprenderse al final de la primavera y durante el verano. Esa es la temporada adecuada para la recolección. En general, cada árbol puede producir entre cinco y 50 kilos de frutos según los años, tal como señala el informe del Ministerio de Agricultura. Los algarrobos con troncos de 40 centímetros de diámetro pueden llegar a dar 40 kilos de frutos. 

La harina de algarroba se conoce, por su sabor, como «el reemplazo del cacao». Sirve para hacer bizcochuelos, budines y galletitas. Como tampoco tiene gluten, es apto para personas celíacas. La ficha nutricional correspondiente a la harina de algarroba, también elaborada por el ex Ministerio de Agricultura, confirma el potencial nutricional que mencionan quienes viven y defienden los bosques nativos: la algarroba contiene proteínas (once por ciento), grasas (tres por ciento) e hidratos de carbono (40-55 por ciento).

Pero antes de que este alimento llegue a las dietéticas de las ciudades, hay una historia de reivindicación de la memoria que tiene como protagonistas a las familias campesinas e indígenas del norte del país.

Foto: Agencia Tierra Viva

Cafés y harinas del monte

“La gente todavía no conoce los sabores, tiene prejuicios con las cosas del monte”, dice Bruno Bonardi, productor de café de mistol, tusca y algarroba. “Cafés sacheros”, define, y explica: “‘Sacha’ en quichua significa ‘monte’ y no quiero que se pierda el concepto de que esta también es una forma de defender el monte”.

El monte que hay que defender es un territorio que peligra por la extensión de la frontera agropecuaria. Un informe reciente de Greenpeace señala que, desde la sanción de la Ley Nacional de Bosques (a fines de 2007 y hasta junio de 2024) se deforestaron 1.007.695 hectáreas en Santiago del Estero. E indica que entre las causas sobresale el desmonte para ganadería intensiva en zonas donde, por ley, no está permitida la deforestación.

Las cifras se convierten en historia de vida cuando Bonardi habla. “Se desmonta para criar animales o para los monocultivos. Hoy el monte que existe tiene 50 o 60 años. Yo tengo 48 años y mi amor por el monte viene porque he pasado mi infancia ahí. Y hoy ya no están los quebrachales donde iba con mi abuelo. Ahora hay criaderos de animales o monocultivos, más que nada de algodón. Cada vez hay menos monte y eso lo sé no porque lo vea por televisión o en los diarios, sino porque ando. Acá antes había quebrachales viejos que lamentablemente no existen más”, relata.

En el patio del Centro Educativo de Nivel Secundario (CENS) N° 5, Bonardi expone sus productos, explica, enseña. Describe sabores: “La tusca tiene sabor a corteza, como a madera. La algarroba tiene azúcar. El mistol es como si tuviera miel incorporada”. Y, a su vez, asegura: “Comer no es alimentarse”. Lo escuchan estudiantes del Secundario 5, Inés Landriel y Analía Rosales (de la Asociación Civil Técnicos en Economía Social), Mariana Fernández (trabajadora del INTA), Chami y Abdala.

Foto: Agencia Tierra Viva

Quienes cortan los quebrachos o los algarrobos para la industria maderera, no reforestan. Así se pierde la riqueza originaria. “En el monte santiagueño cualquier yuyo que buscas encuentras, con todas sus propiedades”, dice Bonardi. Y agrega: “Cuando la gente empiece a preparar estas cosas, entre panificados, infusiones y licores, el monte se va a cuidar”. Sin embargo, advierte, hay muy pocas políticas de promoción de estas producciones: no hay capacitaciones ni planes de reforestación.

Según un relevamiento del ex Ministerio de Agricultura de la Nación, el precio pagado por la madera de un algarrobo es equivalente al que se puede obtener por vender la harina producida con los frutos de una sola cosecha de ese mismo árbol, que seguirá produciendo frutos en los siguientes años.

¿Cómo evitar la apropiación por parte del mercado de estos alimentos? “Hay que cuidarnos de eso”, asegura Bonardi. Pone como ejemplo el caso de Negra Muerta, una localidad cercana: “La gente recolecta la materia prima, pero se lleva a otros lados y no se le da el valor. Se paga poco y es mucho trabajo. Si esa gente activara con la economía regional, sería sustentable porque ellos mismos van a reforestar. Le van a agregar valor a la vaina cruda de algarroba y van a tener más ingresos”. Y lamenta: “Falta gente que los una para que no sea individual el trabajo. Falta un sentido de cooperativismo”.

Además de las políticas para la producción, también es necesario difundir el consumo. Bonardi reparte sobres con sus cafés a quien quiera probar, como una manera de difundir nuevos sabores y saberes. “La gente podría reemplazar el café industrial por un alimento muy parecido, pero sano y mucho menos dañino. Esto no solamente no tiene cosas químicas sino que te da mucho más alimento que los productos procesados”, asegura.

En ese gesto de promocionar el café, enseña también las razones por las que el monte debe cuidarse. “Ahora mi sobrino de 7 años que vive en Rosario le lleva café de mistol a la maestra”, se enorgullece.

Abdala hace notar: “Nosotros queremos que nuestras familias y amigos consuman esto porque sabemos que es algo bueno. Pero los dueños de la agroindustria no comen ellos mismos lo que producen”.

Foto: Agencia Tierra Viva

Del monte al horno

La charla va y viene entre palabras del quichua, información nutricional e historia. Vienen a la memoria compartida los relatos sobre quechuas que bajaban del Perú y se mezclan con relatos de diaguitas y tonokoté que habitaban estas tierras. Hay, en el acto de recolectar los frutos que da el monte, una tradición que no pudo ser domesticada por la colonia y que hoy sobrevive cuando las manos se unen a lo que ofrecen los algarrobos, los mistoles, las tunas, los chañares. En el simple acto de juntar subyace una reivindicación: la identidad recolectora de los pueblos nativos de lo que hoy es Santiago del Estero. 

Se sabe, por esas historias que atraviesan el tiempo, que antes se trabajaba con morteros de madera. Hoy los derivados de la algarroba se hacen con molinos de un metro de altura. Por la melaza que contiene el fruto, es muy importante secarlo bien antes de la molienda, para evitar que el molino se empaste y se trabe.

Abdala explica que recolectar es un oficio que te hace paciente. Pero, incluso dentro del pueblo, hubo que romper estereotipos. “A mí me veían como un perdido, agachado allá en el monte buscando las plantas. Les parece tan raro que uno se agache a buscar una algarroba, aunque sea para comer”, dice Bonardi.

Recolectar es, también, un oficio que sostiene la memoria: “Los chicos ya no conocen el sabor de la algarroba, aunque estén parados arriba de ella”, resume. 

Foto: Agencia Tierra Viva

Después de elegir los árboles más adecuados y marcarlos, se pasa a juntar. Luego se seca al sol, arriba de los techos o sobre las camas. También se almacenan en unos depósitos llamados “trojas” o “camas de cenizas”. Cuando ya secaron al sol, las chauchas se enjuagan con agua con cloro. Se dejan secar a la sombra y luego se esparcen en bandejas. Después van al horno.

Abdala enseña mientras junta en el patio la leña para el horno. Trabaja en silencio, concentrado. Luego da las explicaciones: breves y precisas. Prepara el molino, limpia las mallas, lava las chauchas. No trabaja solo, lo acompaña Ana Pérez. Tras la cocción, llega el momento de la molienda.

“Las chauchas tienen azúcares naturales, fibras y proteínas. Con la cocción, en un primer deshidratado suave, tienes un torrado o un tostado similar a una harina de algarroba. Esa harina mantiene todos los azúcares. Te das cuenta de que llegaste a ese punto por el olor. Después de un leve período de cocción, la algarroba ya tiene sabor a cacao. En el tercer tiempo ya tiene sabor a café”, explica parado junto al horno. Después agrega, risueño: “Al cuarto tiempo no hay que llegar porque quiere decir que se te ha quemado”.

Parado junto al calor del horno de barro, el hombre espera el sonido de los granos tostándose en el fuego. Acerca la cara levemente a la tapa y respira: “Es clave el aromita”, asegura. Un olor dulce, amaderado, tostado, indica que es el momento. Segundos después, saldrán las chauchas, ya doradas, rumbo al molino.

Foto: Agencia Tierra Viva

«Taku»

Los algarrobos pueden medir entre 15 y 20 metros de altura. Las ramas, en la mayoría de las especies, son largas y nudosas. Las flores son pequeñas, blanco-verdosas, amarillentas y rara vez rojas. El árbol en pie da sombra y alimentos. Sin embargo, esta especie —y otras nativas— es amenazada por los desmontes y los incendios forestales. 

Las dificultades de preservación de este árbol nativo no son particulares de Santiago del Estero. En Córdoba, los recientes incendios dejaron grandes zonas de bosque autóctono (de algarrobos, chañares, mistoles, paja brava y espinillos) reducido a cenizas.

Agosto Pacci es parte de la cooperativa Taku, que en idioma originario significa “algarrobo”. En Capilla del Monte (Córdoba), esta empresa de la economía social produce harinas de algarroba y de mistol. También venden otros alimentos, como el fruto del aguaribay, polenta de maíz agroecológico y sales condimentadas con hierbas del monte. Todo sin TACC, apto para personas celíacas.

Pacci une su experiencia allí como parte de un recorrido de vida, de su historia familiar: “La agroecología, producir alimentos sanos o al menos consumirlos, es algo que mamamos toda la vida. Ahora, tener las herramientas para poder hacerlo nos permite tejer redes con un montón de gente que está en lo mismo”.

Foto: Agencia Tierra Viva

El joven recuerda los comienzos, que vivió de cerca: su padre, Miguel Ángel Pacci, fue uno de los fundadores. Al principio era un galpón con piso de tierra, sin ventanas. Hoy cuentan con una planta con dos molinos, una secadora y un horno pizzero donde tuestan la algarroba. En repisas altas y en tambores 50 litros se almacenan los alimentos. “Se podría decir que estamos bastante más industrializados, dentro de lo que es el trabajo artesanal, que no lo queremos perder. Aunque hayamos conseguido herramientas, el trabajo sigue siendo artesanal”, asegura.

La reivindicación de lo artesanal como forma de trabajo tiene, para Pacci, un sentido filosófico: “La globalización o el híper capitalismo nos aleja mucho de todo esto”, señala. Y ejemplifica: “La vaina de algarroba o el mistol, por ejemplo, tienen un momento en el año. No vas a ver algarroba en marzo o en mayo. Esas cuestiones orgánicas de la pacha te llevan a un ritmo de ver qué hay en cada época y no intentar forzarlo. La relación con el monte es la relación con los ritmos de la naturaleza”. 

Al mismo tiempo, los productos del monte son una alternativa alimenticia. “Sabemos que lo que vendemos es sano. Hay mucha gente que no lo tiene tan en la conciencia, o le da miedo probar porque están súper acostumbrados a lo otro”, considera. 

Sin embargo, agrega que hay quienes buscan los productos por razones de salud, porque no pueden consumir cafeína o gluten. Desde Taku hacen envíos a grandes centros urbanos, como Rosario o Buenos Aires, pero también apuestan por los circuitos comerciales de cercanía y por los precios justos.

Foto: Agencia Tierra Viva

El algarrobo está en peligro

Nacido en Capilla del Monte, Pacci cuenta que el amor que siente por la naturaleza que lo rodea fue creciendo en incontables caminatas por el monte serrano. Conoce sus árboles y sus frutos: los alimentos que brinda. “Conozco por mi propia experiencia lo bien que hacen y lo energéticos que son”, afirma.

Cuando se le pregunta qué brinda el monte nativo a la comunidad, elige una sola palabra: “todo”. Y enumera: alimentos, sombra, protección ante las lluvias. Cuando viene mucha lluvia, la vegetación funciona como una esponja. Si no hay monte, el agua baja con mucha más fuerza y arrastra todo a su paso. 

“Se siente cuando el monte está fuerte, es increíble cómo lo vivimos acá. Es algo que se puede notar mucho”, relata.

En Capilla del Monte, cerca del cerro Uritorco, aún se sienten los estragos del incendio. Pacci asegura haber visto cómo personas prendían fuego; el relato se condice con videos que circularon entre fines de septiembre y principios de octubre de personas incendiando los árboles. También cuenta que participó, con sus amigos, de los grupos de vecinos que se autoconvocaron para apagar las llamas. “El fuego estaba por todos lados”, recuerda.

“El monte nos colabora y nosotros tratamos de cuidarlo, aunque a veces es muy difícil porque hay otros intereses detrás. He visto cómo prendían fuego, entonces me pregunto si está lleno de locos pirómanos o es que realmente está todo eso dando vueltas”, reflexiona. 

Hoy, en la zona de las Altas Cumbres —dice Pacci— hay terrenos que se quemaron hace muchos años, donde posteriormente las empresas inmobiliarias hicieron sus loteos. “Hicieron casitas re lindas, al estilo europeo, con pinitos y qué sé yo… Pero es fuerte saber que antes ahí había monte”.

Para que siga habiendo algarroba, hay que cuidar los algarrobos y su cuna, el monte nativo. Pacci explica: “Más allá de que ya se quemaron miles y miles de hectáreas, por lo menos cuidar lo poco que va quedando. Y después trabajar en la reforestación”.

Foto: Agencia Tierra Viva

*Este artículo fue producido con el apoyo de la Fundación Heinrich Böll Cono Sur.

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