Por Ana Chayle
Desde Andalgalá, Catamarca
Cada febrero un aroma dulce y penetrante inunda las calles de Andalgalá, Catamarca. Es el perfume del membrillo maduro, que el calor intensifica y la brisa —cuando no el viento— desparrama como un anuncio: es el tiempo de la “dulceada”. En los patios de las casas, la pulpa «rubia» se sonroja al calor del fuego en las pailas de cobre o de hierro. Convertida ya en dulce, cremosa y caliente, se desparrama en los moldes, mientras los niños apuran sus cucharas o sus dedos para probar “la raspa”, los restos dulces del fondo de la paila. Así, las familias reeditan, cada verano, un ritual heredado de sus abuelas y abuelos, que tiene como protagonista un fruto extranjero, pero arraigado ya en paisajes y costumbres.
El largo viaje del membrillo
Es que antes de convertirse en el dulce emblema de Andalgalá, el membrillo hizo un recorrido histórico y realiza un recorrido anual: desde el Cáucaso —región del sudoeste de Asia— a esta tierra y desde esta tierra a las mesas. El membrillero proviene de ejemplares silvestres y milenarios de la especie Cydonia, según explica Juan José Cólica, ingeniero agrónomo e investigador del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA), delegación Andalgalá.
Cobró fama en la Antigüedad clásica, periodo que se remonta a 700 años antes de Cristo. El nombre de la especie proviene de una ciudad griega (Cydonia) y el fruto del latín, que significa “manzana dulce”, por su parecido con esta fruta. Era entonces un fruto asociado con Afrodita, la diosa del amor. Y, según Plutarco, el poeta y legislador Solón recomendaba a las mujeres recién casadas comer un membrillo para dulcificar sus palabras.
Desde allí, su cultivo se propagó por el Mediterráneo y luego por América, de la mano de los españoles y portugueses. La rusticidad de esta planta le permitió adaptarse en este rincón del mapa y las plantaciones prosperaron, especialmente, en Argentina, Uruguay y Chile.
Los membrillares en Argentina
Del total de la superficie implantada en nuestro país, los frutales ocupan apenas el 1,4 por ciento, lo que representa poco más de 490 mil hectáreas, según datos del último Censo Nacional Agropecuario (CNA), relevados en 2018. Y de esa porción, sólo el 0,47 por ciento (unas 2300 hectáreas) son membrillares. En el podio de hectáreas destinadas a este cultivo, Mendoza ocupa el primer lugar (62 por ciento), San Juan el segundo (18 por ciento) y Catamarca el tercero (15 por ciento).
Esta última fracción equivale a poco menos de 350 hectáreas, distribuidas principalmente en los departamentos de Andalgalá y Belén, en el oeste catamarqueño. A su vez, esa superficie se reparte en 316 unidades productivas. La ecuación es sencilla: se trata, en promedio, de fincas que apenas rebasan la hectárea. Es decir, el cultivo del membrillo se encuentra, en general, en manos de pequeños productores.
“Es el cultivo estrella de la agricultura familiar andalgalense”, afirma Melina Zocchi, trabajadora social que, como técnica del Instituto Nacional de Agricultura Familiar, Campesina e Indígena (Inafci), acompañó durante 15 años a pequeñas y pequeños productores de la zona, hasta que el gobierno nacional cerró el organismo.
En 30 años, la superficie implantada con membrillares creció más de 190 por ciento en Catamarca, según datos comparados de los CNA de 1988 y 2018. A fines de la década de 1980, Andalgalá ya se posicionaba como el principal departamento membrillero en Catamarca: concentraba el 87 por ciento de la superficie implantada con este cultivo y el mismo porcentaje de las plantas de membrillo disponibles en la provincia.
Hacia 1988, de acuerdo con el CNA de ese año, Andalgalá destinaba 104 hectáreas a membrillares; para 2010 se contabilizaban unas 150 hectáreas y hoy, según relevamientos locales, alcanza unas 230 hectáreas. Al mismo tiempo, pasó de ser un cultivo casi marginal, que se utilizaba más como cortina de otras plantaciones, a cumplir un rol protagónico en las fincas.
“El membrillo fue reemplazando al cultivo de la vid. Antes todo el mundo tenía viñas, era una zona muy viñatera”, describe Baltasar Rojas —“así, con s”, aclara—, un pequeño productor que vive y trabaja su finca en Choya, un distrito ubicado en el norte de Andalgalá. “Con los bisabuelos llegaron las primeras plantas” a los campos de su familia, narra. En esos años, en la primera mitad del siglo XX, “había membrillo, se producía, pero no era el boom”, dice.
La revalorización del fruto, el aumento de su precio y los bajos costos que demanda su cultivo se cuentan entre las razones del incremento de la superficie membrillar, en la que predomina la variedad Champion. Son las mismas razones que alega Rojas para “apostar al membrillo” en su finca. “Saqué muchas plantas de nogales, que estaban viejas, porque el nogal no produce mucho aquí”, cuenta mientras intenta abarcar con un gesto las 700 plantas jóvenes, que los reemplazaron, multiplicadas en su propio vivero.
Agua y agroecología, para que florezca el membrillo
“Es naturaleza el membrillo aquí”, dice Rojas y con eso pretende resumir la excelente adaptación del frutal a la zona. Aunque las recomendaciones técnicas indican «suelo arenoso sin piedras», una veintena de ejemplares se desarrollan entre las rocas del patio, en la casa del productor. “Es un cultivo muy aguerrido”, describe, en otra charla, Juan Guerrero, técnico agrónomo, docente, productor y, después de 28 años de trabajo, también despedido del Inafci.
“Si a la planta le llega el agua, la planta crece. No tiene más que limpiarlo, regarlo y cosecharlo”, resume Rojas. “En invierno es importante regarla bien, que la planta esté hidratada para la temporada de calor”, agrega el productor. Su experiencia y observación le permiten afirmar que, además del riego por suelo, “el membrillo necesita mucha lluvia, es como una esponja que absorbe y necesita el agua para expandirse”.
El empleo de prácticas de transición agroecológica ha retribuido en la valorización del fruto y en bajar los costos de producción. “El membrillo es el cultivo más barato que hay, no hay gastos en cuanto a agroquímicos y ese tipo de cosas, porque no se los usa”, manifiesta Guerrero, en su finca de El Potrero —otro distrito andalgalense—, donde conviven membrillares con otros cultivos, en un ejemplo de diversificación productiva. En el caso de la carpocapsa o polilla de manzano, principal amenaza del cultivo, su control se realiza con un producto biológico que se aplica para reducir la población, sólo en caso de riesgo.
Prolijas, las hileras de membrillares, dispuestas a distancias de cuatro metros, parecen terminar en el cerro cercano. Rojas señala pequeños frutos que yacen esparcidos por el suelo y explica que la planta selecciona los membrillos que podrá mantener y descarta el resto. “Es algo natural, el membrillo dice: ‘Tengo 100 pero no voy a poder con 100, entonces, voy a tirar 25’. Es una de las pocas plantas que conozco que trabaja así”, refiere.
Mientras, en las ramas crecen los frutos que la planta decidió conservar. Rojas piensa que este año la cosecha será buena. Para su finca, donde unas 300 plantas ya están en etapa de producción, significaría unos 20.000 kilos de membrillo o más. En todo el departamento, cuando las cosechas son buenas, la producción supera los tres millones de kilos de fruta.
Además de ser el máximo productor del Noroeste Argentino (NOA), por su ubicación, Andalgalá es también el primer territorio donde se cosecha el membrillo a nivel nacional y, dentro de éste, Choya tiene la primicia. Apenas arranca el año, en enero, los integrantes de las familias productoras o jornaleros cortan los frutos, a mano, y los embolsan.
Alrededor del 80 por ciento de la cosecha se vende en fresco, directamente a industrias. En el verano, desfilan los camiones que transportan la fruta a fábricas locales o rumbo a La Rioja o Cuyo (Mendoza y San Juan). “Esa es la estrategia de muchos productores acá, porque les da una liquidez inmediata”, afirma Zocchi, quien destaca, además, la mejora del precio en los últimos años.
El monitoreo y prevención de plagas, y el cuidado de los suelos a partir de prácticas agroecológicas no sólo abarató costos, sino que implicó una revalorización del fruto y el trabajo, que se reflejó en el aumento de su valor monetario. “Si vos invertís más trabajo en el año, a ese trabajo lo tiene que acompañar el precio”, reflexiona Zocchi y agrega la importancia que tuvieron, también, la multiplicación de compradores y la venta directa.
Guerrero subraya la ventaja de tener la cosecha primicia a nivel nacional, porque permite fijar un precio. También Rojas resalta esto y valora que, cada fin de año, los productores membrilleros de Choya se reúnen para consensuar un único precio para la venta. Al ser este el primer distrito donde se cosecha, la decisión que toman allí marca el precio del membrillo para el resto de los territorios productores.
Un dulce emblema
Ya sea de manera casera o industrial, una vez cosechados los frutos deben ser procesados (por su dureza y acidez) para convertirlos en pulpa: un puré de membrillo de color rubio, casi rosado. Rojas destaca la calidad del membrillo andalgalense porque “no tiene desperdicio”. Explica que hasta la semilla, hidratada, se aprovecha. “O sea, no hay pérdidas. Si entran 100 kilos de membrillo, salen 100 kilos de pulpa.”
Lo que no sale en camiones para ser industrializado es el 20 por ciento de la cosecha, que se queda en Andalgalá. Con esos frutos, las familias elaboran de forma artesanal dulces, mermeladas, compotas y orejones —el fruto deshidratado— para autoconsumo o venta.
Las propiedades antioxidantes del membrillo no se pierden en la cocción, según una investigación coordinada por Verónica Baroni y Pablo Ribotta, del Instituto Superior de Investigación, Desarrollo y Servicios de Alimentos (Isidsa) de la Universidad Nacional de Córdoba. Su riqueza en polifenoles (lo que le da la propiedad antioxidante), le otorga también propiedades anticancerígenas, antiinflamatorias y antineurodegenerativas. Estos beneficios se suman a los conocidos como reguladores del tránsito intestinal; razón por la cual es recetado por médicos y abuelas, y como fuente de energía, por lo que lo incluyen, en sus dietas, los deportistas.
Sin dudas, entre esta variedad, es el dulce de membrillo en pan el producto estrella. El mismo que se acompaña con queso en el clásico “postre vigilante”, el que forma el corazón de los tradicionales “pastelitos” y el que brilla tras el enrejado de las pastafrolas.
Estrella a nivel nacional y, claro, en las elaboraciones de Andalgalá, el dulce de membrillo tiene su festival en la localidad de Chaquiago, cada febrero, en la época de la «dulceada». Quienes lo elaboran tienen un huayno que canta su trabajo. Y, además, Andalgalá detenta un récord mundial por elaborar el dulce de membrillo más grande: fue un pan de 314 kilos, producido en febrero de 2022. Apenas muestras del arraigo del dulce a la cultura andalgalense.
Las productoras y la identidad dulcera
Tradicionalmente, mientras los hombres se ocupan de la finca y la cosecha, son las mujeres quienes elaboran los dulces y conservas y, por eso, en Andalgalá, reciben un nombre que las identifica: les llaman “las dulceras”. Paula Moreno es una de ellas. Su historia es particular. A diferencia de la mayoría de las dulceras, no heredó la tradición ni la receta de su madre ni de su abuela. De familia agricultora, vivió su infancia en Choya, donde veía a sus vecinas “dulcear” en el verano. Pero fue recién cuando se casó y se mudó al centro departamental cuando comenzó a experimentar, a prueba y error, hasta que alcanzó “el punto”.
No duda en contar sus secretos de cocina: elige membrillos que “comienzan a ponerse amarillos, porque entonces tienen mucha pectina”. La pectina es una fibra natural que actúa como espesante al preparar el dulce. Luego de hervir la fruta, prefiere cernirla (y no utilizar máquinas trituradoras), para que salga suave y sin impurezas. “Queda como un puré”, describe. Después la mezcla con azúcar (un poco menos del peso de la pulpa) y la lleva al fuego en una paila, donde la revuelve mientras cambia de color. Su experiencia le dirá cuando sea la hora de retirarlo del fuego y volcarlo, hirviendo, en los moldes.
Después llegará el momento de cortarlos, “dejarlos orear”, blanquearlos con almíbar y envolverlos en celofán para su exposición y venta en la Feria de Pequeños Productores de Andalgalá, donde tiene un puesto. Allí, los panes de membrillo comparten estante con dulces y mermeladas de otros frutos. “Regionales Aurora”, dice la etiqueta, en honor a su madre campesina —relata la dulcera— que no le heredó la receta, pero sí la voluntad del trabajo con los frutos de la tierra.
Cada familia dulcera tiene sus recetas y sus secretos. Varían la cantidad de azúcar, la madera que utilizan para encender el fuego, el punto de maduración de la fruta, el tiempo de cocción. Zocchi recuerda las explicaciones de una dulcera famosa, que ya falleció: “Doña Guilla (Flores) decía que cada uno, dentro de lo artesanal, tiene un secreto; que si vos al fruto lo cosechabas tarde, (el dulce) te iba a salir más oscuro; que si lo cocinabas con leña de algarrobo salía más claro y si era con nogal, más oscuro”.
Los dulces artesanales salen más o menos claros, pero nunca de color rojo o bordó, porque sólo llevan fruta y azúcar, nada de conservantes ni colorantes. A veces, esto conlleva un problema para la venta en las grandes urbes, que lo prefieren muy oscuro, a diferencia de “quienes tienen contacto con la materia prima y con la historia, que lo prefieren más dorado, porque es el original”, indica Zocchi.
Aunque hay tantas fórmulas para preparar el dulce como familias dulceras, lo curioso es que, al ser analizados para su registro y comercialización, “todos alcanzan los 64 grados Brix”, afirma Zocchi. Guerrero explica que se trata de una unidad de medida que “indica la cantidad justa de azúcar que debe tener el dulce de membrillo”. Para Zocchi, la respuesta está en “el ojo desarrollado por los dulceros”, que “no falla”. Para Moreno, “son las manos”, dice y expresa: “Yo me di cuenta que cuando se hace una cosa, se la tiene que hacer con amor, para que salga bien”.
El membrillo, fruto para el arraigo campesino
La mejora en el precio del membrillo y su cadena de valor convierte su cultivo y procesamiento en una esperanza de desarrollo para productores y artesanos. Rojas analiza la realidad de su pueblo y observa que los más jóvenes dejan el campo, emigran a las ciudades en busca de otras oportunidades, pero regresan a la tierra en la vida adulta. “Saben que este es el progreso del mañana, y vuelven y apuestan a la finca”, expresa y así resume sus propias vivencias, que también lo llevaron a probar suerte en otras tierras y a regresar.
Para Guerrero, en cambio, hay un alejamiento del campo que “no es de ahora, es de hace tiempo”. Algo que Moreno también observa en la elaboración dulcera, que está quedando, casi exclusivamente, en manos de las personas mayores. Aunque, rescata, aún hay jóvenes que muestran interés y ejemplifica con la historia de una sobrina, a quien ella transmitió la receta y que continúa la tradición en su finca de Choya.
Aunque la migración del campo a la ciudad se trata de una tendencia global, las políticas públicas no son inocentes, considera Zocchi. La supresión de la enseñanza agronómica en las escuelas rurales son un ejemplo, afirma Guerrero, que se jubiló como docente de esa área. El reparto y uso de la tierra, son otros puntos contra el arraigo y la producción campesina. Por eso, leen el cierre del Inafci en este sentido, ya que una de sus funciones era “tratar de que no se pierda la agricultura familiar como cultura, que las familias puedan quedarse donde viven, porque ese es el primer paso para que el trabajo en el campo perdure”, dice Zocchi. Y profundiza: “Si te vas de Choya a una casa de barrio en el centro es muy probable que no vuelvas a la paila a hacer dulce, porque ya estás lejos, porque tu vida se reconfigura distinto, porque no tenés espacio ni para una huerta”.
Más allá de este panorama, la superficie membrillar sigue en aumento en Andalgalá, donde sus raíces, empecinadas, se aferran a este suelo y a su cultura.
*Este artículo fue producido con el apoyo de la Fundación Heinrich Böll Cono Sur.