Por Bianca Coleffi
La transición hacia la agroecología es un proceso complejo e integral. Va más allá de la forma en cómo se produce, es la transformación hacia lo interno de una familia, la necesidad de crear circuitos justos de comercialización y el compromiso de una sociedad que intenta aprender en términos alimenticios. “Es una lucha de todos los días”, remarca Antonia Gutiérrez Mallea, 54 años, productora del periurbano platense que se encuentra en el camino de la transición, un recorrido con dificultades pero que es menos complejo si es junto a otros.
Agricultura sana y comercio justo
Sobre la Avenida 137 se encuentra Arana, localidad platense en un extremo del cordón flori-frutihortícola más grande del país. En esa zona del periurbano de La Plata las familias productoras alquilan las quintas para vivir y para trabajar. Antonia Gutiérrez Mallea es una de esas productoras que trabaja los surcos, cultiva, cosecha y que, hasta no hace mucho, vendía su producción a un camión mayorista que pasaba por su casa. Le era cómodo ese «gran comprador», pero también le pagaba su cosecha a precio escaso.
Por medio de unos vecinos se sumó a la “Feria manos de la tierra”, del grupo que comercializa alimentos y productos regionales en la Universidad Nacional de La Plata (UNLP), donde todos los agricultores obtienen un mejor precio por sus cultivos.
No fue el único cambio. “Cuando le vendíamos al camión producíamos todo con agroquímicos, era la forma más rápida”, reconoce. Pero desde que participa de la feria de la Universidad comenzaron a producir de forma agroecológica, sin venenos y con circuitos cortos de comercialización (con menos intermediarios). Mucho tuvo que ver otra organización aliada, «La Justa Comercializadora», que se define como una intermediación solidaria que intenta alcanzar alimentos directos del productor al consumidor.
Antonia y su familia son unas de las principales productoras de La Justa. De su quinta se obtienenlos cinco kilos de hortalizas frescas que llevan las decenas de bolsones de verduras.
La quinta donde produce Antonia y su marido (Faustino Fernández) la comparten con otras tres familias. En total es una hectárea donde hay siembra a campo abierto y cinco invernáculos, donde «el tiempo pasa más rápido» y se puede cosechar antes. Antonia explica: un repollo en invernáculo puede cosecharse en 45 días, mientras que al aire libre tarda hasta tres meses.
El invernáculo de Antonia está dividido en dos. Una parte que desde hace aproximadamente tres años es agroecológica. Y la otra parcela se encuentra en «transición» (de convencional a agroecológica) desde el año pasado.
Produce rúcula, lechuga, brócoli, hinojo, remolacha, cebolla de verdeo y kale. Se observa un surco que espera volver a ser sembrado luego de la reciente y exitosa cosecha de chauchas. En la otra mitad hay morrón, berenjena, acelga, cherry y zapallito. Cada dos o tres canteros se deja ver un angosto cordón de plantas aromáticas, hierbas o yuyos, como ortiga, romero, ruda y ajenjo.
En el abanico de colores que tiene su invernáculo, las aromáticas no pasan desapercibidas; funcionan como “barrera” ante el esparcimiento de las plagas, y es necesario para la separación entre variedades, sobre todo las más propensas a enfermarse y contagiar.
La característica principal de los cultivos de Antonia es la biodiversidad, paso que no puede faltar en el camino hacia la agroecología.
Los canteros bien coloridos indican la multiplicidad de cultivos. “Donde no hay remolachas, hay rúcula”, señala Antonia y lo repite como ley. La heterogeneidad permite que las plagas no contagien y se multipliquen entre mismas variedades.
De eliminar a convivir, de lo individual a lo colectivo
La principal amenaza en los cultivos son los insectos y hongos que enferman y comen a las plantas. El agronegocio respondió a esa dificultad con semillas genéticamente modificadas y pesticidas. Eso genera dependencia económica y biológica. Con el objetivo de eliminar lo «no deseado» o las «malezas» queda descartada la posibilidad de convivir con el ecosistema.
Una de las plagas más endémicas en los invernáculos del periurbano bonaerense son los trips, insectos muy pequeños que agujerean las hortalizas de hojas. En las cosechas de Antonia también suelen frecuentar gusanos (destacados por comer y enfermar los frutos desde adentro), las vaquitas, la mosca blanca en verano y las mariposas que dejan huevos. Ademas, la presencia de hongos como el polvillo es algo común en la zona, delatándose principalmente en las cebollas de verdeo.
“A ese lo curo con ajo y alcohol”, afirma Antonia. Para cada uno de los insectos y de cultivos hay diferentes purines; algunos de preparación bien casera, y otros más complejos. Los que ella prepara son ajo con alcohol, ajo con ají, purín de ortiga, de paraíso y de ajenjo, que fue aprendiendo a través del intercambio con productoras y con el equipo técnico del Sistema Participativo de Garantías (SPG) de la Facultad de Agronomía y Ciencias Forestales de la Universidad de La Plata.
El SPG es un proyecto institucional que acompaña a familias productoras del periurbano platense en la transición hacia la agroecología. Desde el 2019 realizan visitas a otras quintas, encuentros y talleres donde se intercambian saberes y experiencias.
“Hemos realizado talleres de bioinsumos para aprender cómo se elaboran y utilizan, como el supermagro; uno bastante complejo de elaborar por la cantidad de ingredientes que lleva, pero económico y excelente para la salud y nutrición del suelo”, introduce Soledad Duré, ingeniera agrónoma y parte del equipo técnico de La Justa. También hicieron bocashi, que es un compostaje rápido con fermentación aeróbica, y que permite la regeneración del suelo en poco tiempo. Incluso obtuvieron concentrados de ajos desde Mendoza para hacer purines.
Tanto productores como técnicos resaltan las ventajas económicas del uso de bioinsumos que reemplazan el paquete tecnológico de químicos y pesticidas. Un litro de un agrotóxico típico que se usa en la horticultura convencional puede costar entre 2500 a 3000 pesos el bidón de veinte litros. Mientras que el bioinsumo se logra con 1200 pesos. “Ya no gasto en remedios y químicos porque mis purines son con plantas y cosas naturales. Todo eso es muy caro, al igual que las semillas que todavía siguen siendo inaccesibles. Son importadas y el precio está atado al dólar. El paquete de las semillas de la cosecha de morrón que perdí me salieron 65.000 pesos”, cuenta Antonia.
Producción, intermediación y comercialización
Antonia explica que no hay un momento para el otro en el cual se cambia la forma de producir. La transición hacia la agroecología es de a poco y “es una lucha de todos los días”.
“Al principio ya me estaba queriendo rendir porque se me echaron a perder cultivos. Ahí sí que no ganás nada, ni siquiera para pagar la semilla. Perdés mucho, es una inversión que nadie te devuelve”, agrega.
Soledad Duré también forma parte de la Dirección de Fortalecimiento de la Economía Popular de la UNLP. Acompaña a productoras de la zona y remarca que no existen recetas para abordar la agroecología, hay que ver cada propuesta adecuada y situada en el contexto de una familia y organización. Afirma que la situación de cada familia es la que delimita por dónde se puede avanzar. «La agroecología va más allá de un cambio técnico en el modo de producir, es la transformación hacia lo interno de una familia”, explica.
También influye un hecho usual en la agricultura familiar y de pequeños productores: no contar con tierra propia, lo cual genera costos extra de alquiler. Por ese motivo es aún más importante un comercio justo, donde la intermediación no se quede con un porcentaje más alto que el productor. “El camión que llega a la quinta y carga todo no suele pagar el mejor precio a los productores. Por eso la Feria y La Justa son pata fundamental de un mismo proceso que es ir hacia la agroecología,” agrega la agrónoma.
La comercialización no puede pensarse por fuera de la producción, al igual que quienes producen los alimentos no están tan alejados de quienes los consumen. En la cadena de producción, intermediación y comercialización, cada actor que la compone tiene un rol clave.
Aprender a consumir alimentos sanos
La pequeña quinta de Antonia, en Arana, forma parte de esa gran espacio productivo que es el cinturón hortícola bonaerense, conformado por La Plata, Florencio Varela, Berazategui, Almirante Brown, Esteban Echeverría, La Matanza, Merlo, Cañuelas, General Rodríguez, Luján, Marcos Paz, Merlo y Moreno.
Por el corredor de tierra que conectan todos los invernáculos de Antonia están las producciones de las familias vecinas, quienes mantienen el uso de pesticidas. Los repollos que crecen ahí parecen perfectos, de esos que cualquier consumidor no dudaría en comprar en la verdulería. En cambio, los de Antonia luchan con las hormigas todos los días y varios tienen pequeños agujeros en sus hojas.
“Ese es el principal problema, los consumidores piensan que lo estético va de la mano con la calidad y no es así”, dice Faustino Fernández.
El modelo de agronegocio impuso que la calidad del alimento es consecuencia de la perfección estética, cuando la agroecología no se maneja con esos parámetros. Incluso todo lo contrario: las verduras que se encuentran con algunos agujeros indican mayores probabilidades de que sean agroecológicas, porque los fertilizantes naturales no fumigan las plagas, simplemente las ahuyentan.
Antonia recuerda las jornadas en la Feria cuando les explicaba a los consumidores que el gusto y la calidad no pasaban por los ojos. Es necesario entablar esas relaciones para generar un consumo consciente. “Así como nosotros nos esforzamos en aprender y producir agroecológico, quienes lo comen deberían también aprenderlo”, propone Antonia.