OPINIÓN
Por Pablo Lada*
El reactor nuclear de origen chino Hualong One que los patagónicos rechazamos con movilizaciones masivas en el año 2017, conquistando además la Ley 5227 —que prohíbe la instalación de centrales de generación nucleoeléctrica de potencia en Río Negro— es el mismo reactor que ahora promocionan para Atucha III en Lima, partido de Zárate (provincia de Buenos Aires).
En 2017 no había ningún reactor funcionando del tipo del Hualong One, ni siquiera en China. A pesar de este dato y aunque se trata de un prototipo experimental de “tercera generación”, la gestión de Mauricio Macri firmó los preacuerdos. Para febrero de este año, cuando el presidente Alberto Fernández viajó al país asiático para firmar por el Hualong One, apenas habían logrado poner en funcionamiento dos reactores, uno en ese país en 2020 y otro en Pakistán en marzo de 2021.
En el mundillo nuclear preocupa la escasa experiencia operativa de China y nadie sabe con certeza si podrán hacerlo de manera segura y confiable porque son actores nuevos en el mercado. A eso hay que sumarle que se trata de tecnología de uranio enriquecido que el sector nuclear argentino no maneja y que genera polémica por su potencial bélico.
Los reactores de tercera generación se presentaron al mundo como diseños estandarizados confiables y con menor potencial de accidente, que acortarían los tiempos de construcción y los costos. Aunque se había previsto una gran expansión de este tipo de reactores en los años ochenta, ninguno se materializó. El interrogante que surge es: ¿Argentina quiere el Hualong One o es una imposición de China para financiar otras obras millonarias?
¿Cómo están operando hoy la central de Atucha?
El año pasado se encendieron las alarmas por la bajante histórica del río Paraná. Con sus aguas se refrigeran las centrales nucleares Atucha ubicadas en Zárate. La autoridad nuclear había previsto crecidas, pero nunca el descenso extremo de uno de los ríos más caudalosos del planeta. En funcionamiento normal el complejo necesita 100 metros cúbicos por segundo para enfriamiento de moderadores y piletas de combustible agotado, entre otros usos.
Por manual operativo el nivel de la bajante obligaba a parar las centrales nucleares, pero la Autoridad Regulatoria Nuclear (ARN) modificó sobre la marcha los límites de operación escritos en la documentación mandatoria. Es decir, como estaban obligados a detenerlas mejor cambiar las reglas y seguir operando cueste lo que cueste.
Nada que sorprenda a los movimientos antinucleares, acostumbrados a la desinformación de las autoridades, las mentiras y la falta de seriedad del organismo que debiera brindar un mínimo de seguridad ante el peligro que representan las centrales nucleoeléctricas.
Un repaso por las consecuencias de la Argentina nuclear
En cualquier punto que se mire a la infraestructura nuclear se encontrá la huella radiactiva. Desde la minería a la fabricación de dióxido de uranio, de los elementos combustibles hasta las plantas nucleares y los residuos radiactivos que generan. Se trata de un reguero radiactivo por todo el territorio.
Por ejemplo, seis millones de toneladas de residuos tóxicos y radiactivos sin remediar es el legado de la minería del uranio en Argentina. Se trata de los minas de Sierra Pintada, Malargüe y Huemul en Mendoza; Los Gigantes en Córdoba, Pichiñán (Los Adobes) en Chubut, Tonco en Salta, La Estela en San Luis y Los Colorados en La Rioja. Todas ellas siguen sin estar remediadas y siguen contaminando el aire, el suelo y el agua, y afectando con su presencia —y sus contaminantes— actividades económicas genuinas como la producción de vinos o frutas y el turismo.
En la planta de la empresa Dioxitek de Córdoba fueron arrojados 57.600 toneladas de residuos radioactivos de baja actividad, sin ninguna protección, en medio de un barrio densamente poblado. En Buenos Aires, el Centro Atómico Ezeiza fue objeto de denuncias judiciales por contaminación y un peritaje determinó que el acuífero Puelche, del que se abastecen 300.000 personas, estaba contaminado con uranio y plutonio.
La contaminación con tritio radioactivo en la cuenca alta del río Ctlamochita, Córdoba, es consecuencia de las descargas rutinarias descriptas en el “Informe ambiental sobre el emplazamiento y el área de influencia de la Central Nuclear de Embalse” del año 1979. Pero, además, tres centrales nucleares funcionando desde hace años generaron peligrosos residuos radiactivos de alta actividad que se almacenan al lado de las centrales nucleoeléctricas en piletas y en los llamados “silos secos”.
Estas estructuras de hormigón no cuentan con medidas de protección como las que tiene el núcleo del reactor, que podría soportar (se supone) el impacto de un avión de gran porte. La liberación del material acumulado en la central nuclear Embalse de Córdoba, por ejemplo, es suficiente para causar una tragedia nacional inimaginable
Según una investigación del periodista Cristian Basualdo, la Central Nuclear de Embalse en Córdoba contenía 140.761 elementos combustibles gastados al 31 de diciembre de 2015, que incluyen 2628 toneladas de uranio natural y 9,6 toneladas de plutonio.
Breve historia de las radiaciones, una “energía sutil”
Hace 125 años el físico alemán Wilhelm Conrad Roentngen descubría una misteriosa fuerza capaz de develar el interior del cuerpo humano, tan desconocida que la llamó «rayos X», los rayos incógnita. Poco después el francés Henri Becquerel descubrió que las sales de uranio emitían espontáneamente radiaciones —energía que se propaga en forma de ondas o partículas— y en ellas encontró también una nueva y sorprendente propiedad de la materia: la radioactividad.
No fue hasta que la ganadora del Premio Nobel Marie Curie comenzó a investigar en profundidad aquella materia que se tuvo dimensión de qué clase de energía emanaba. Marie Curie y su esposo (Pierre Curie) molieron a mazazos toneladas de “pechblenda”, unas rocas verdosas que llegaban al laboratorio y que guardaban en su interior una importante concentración de uranio.
Comenzaron a sintetizar y descubrir otros elementos que eran producto del decaimiento radiactivo del uranio natural, y que hoy encontramos en la tabla periódica de los elementos, como el Polonio 210 (Po) o el Radio (Ra) 226. Claro que por entonces el matrimonio desconocía las consecuencias para la salud y, efectivamente, ambos sucumbieron envenenados por la misteriosa energía sutil que emanaba del uranio.
Una muestra de esa contaminación: Marie Curie está sepultada en un grueso ataúd de plomo. Sus cuadernos de apuntes científicos y sus notas de laboratorio se encuentran dentro de cajas forradas de plomo en la Biblioteca Nacional de Francia. A 100 años de los hallazgos, aquellos sencillos cuadernos con anotaciones continúan siendo letales. Todo el material está contaminado con radio 226, uno de los productos del decaimiento del uranio 238, presente en las minas de uranio con una vida media de 1600 años.
Ya pasaron 100 años, habrá que esperar otros 1500 años para que decaiga la radiactividad, no para que se extinga, sino que decaiga a la mitad. Seguirá activo durante 16.000 años. Marie Curie había descubierto que las radiaciones ionizantes contienen tanta energía que son capaces de llevarse un electrón de cualquier átomo o molécula que atraviesen, generando cambios químicos en las células y dañando el ADN. El daño es proporcional a la dosis recibida. Son las radiaciones que salen del núcleo de un átomo de uranio.
El ecologista Javier Rodríguez Pardo nombró a la energía surgida de las radiaciones como una “energía sutil”. Se trata de una poderosa energía, sin humo, sin olores, sin sentido alguno que la pueda captar. Sin embargo, cuando la radiación gamma atraviesa el cuerpo genera mutaciones perniciosas en el ADN, enfermedades o la muerte.
La caja de pandora de los desechos nucleares
El 2 de diciembre de 1942 la historia cambió radicalmente. El físico Enrico Fermi puso en marcha en Estados Unidos, en el marco del proyecto Manhattan para construir la bomba atómica, el primer reactor nuclear de la historia.
Al romper artificialmente el núcleo de un átomo de uranio 235 se abrió la caja de pandora y se “crearon” nuevas partículas radiactivas que no existían en estado natural, diferentes a las sustancias que manipulaba Marie Curie y que pueden encontrarse en un yacimiento uranífero.
La primera fisión nuclear controlada en un reactor generó también el primer combustible agotado, en él se encuentran elementos tan temibles como el plutonio, al que habrá que custodiar por milenos —su vida media o período de semidesintegración es de 24.100 años y se mantiene activo durante 240.000 años—. Una millonésima parte de un gramo de plutonio produce cáncer. Fue fundamental para el desarrollo del programa bélico nuclear estadounidense.
Ochenta años pasaron y no se encontró respuesta definitiva al drama de los desechos nucleares. En la actualidad, centenares de miles de toneladas de residuos radiactivos de alta actividad pululan por el planeta en guardas provisorias y miles de toneladas de residuos de media y baja actividad fueron arrojados impunemente a los océanos durante décadas.
De manera que la radiación natural de fondo viene creciendo bajo el eufemismo de “radiación tecnológicamente aumentada”, que indica que la energía sutil de la que hablamos vino para quedarse durante milenios, es acumulativa y afectará el genoma humano y el de todas las especies vivas, con consecuencias impredecibles.
Con el tiempo advertimos también que las centrales nucleares pueden tener accidentes gravísimos y que una sola que colapse (entre las más de 400 que existen) pondrá en riesgo a toda la humanidad, como el caso de Chernobyl o Fukushima, entre tantos otros.
Por eso es vital entender que la actividad nuclear es la única industria humana con la capacidad de transformar a los territorios en inhabitables, como si se tratara de la luna, donde tras un accidente habrá que colocar un cartel que diga “zona no apta para la vida (regresar dentro de mil años)”.
También aprendimos que no hacía falta ni Chernobyl ni Fukushima para padecer la contaminación. El funcionamiento normal de una central nuclear de potencia (que produce electricidad), libera al ambiente peligrosos elementos radiactivos. Diversos estudios alrededor del mundo demuestran que las plantas nucleares, aun sin accidentes ni catástrofes, realizan descargas y emisiones radiactivas rutinarias al ambiente. Investigaciones en Estados Unidos, Alemania, Inglaterra, Escocia y Francia demostraron el aumento de la tasa de leucemia en niños, entre otros cánceres, así como el aumento de la tasa de mortalidad infantil cerca de instalaciones nucleares. Robert Minogue y Karl Goller, de la Comisión Reguladora Nuclear de los Estados Unidos (NRC) escribieron juntos en septiembre de 1978 que “cualquier dosis de radiación, por insignificante que sea, puede provocar daños en la salud, por ejemplo cáncer, y toda exposición a la radiación tiene un efecto acumulativo en el cuerpo y se suma hasta el último día de nuestras vidas”.
Guerra, crisis climática y países vulnerables
La guerra en Ucrania enseña que los países que poseen centrales nucleares —al contrario de lo que se piensa— son más vulnerables. Un accidente nuclear puede poner de rodillas a la nación más poderosa. Los temores a un bombardeo sobre el complejo atómico de Zaporiyia en Ucrania (el más grande de Europa) llevaron al presidente de la Organización Internacional de la Energía Atómica (OIEA), el argentino Rafael Grossi, a entablar delicadas negociaciones con rusos y ucranianos para evitar una tragedia mayor en la que todos perderían.
El presidente de Ucrania, Volodimir Zelensky, advirtió que de ocurrir algo en Zaporiyia habría que evacuar Europa. ¿Exageró? Creemos que no, porque hoy sabemos que sin la bravura de los “liquidadores” de Chernóbil en 1986 o los mineros que construyeron la base de hormigón debajo de la colapsada central Europa habría enfrentado evacuaciones de tinte apocalíptico. Pero no solo la guerra, la crisis climática también expone a las plantas a crecientes riesgos: olas de calor, huracanes, tsunamis, inundaciones y sequías. Como en la actualidad ocurre con la bajante del Paraná y el Complejo Nuclear Atucha.
En la Patagonia no, en Buenos Aires tampoco
Luego de las masivas movilizaciones que rechazaron el Hualong One en Río Negro nació el Movimiento Antinuclear de la República Argentina (MARA), un colectivo de organizaciones y asambleas que busca generar un fuerte debate nacional exigiendo la cancelación del plan nuclear y rechazando de plano el intento de ubicar al reactor chino en la localidad bonaerense de Zárate.
“En el marco de un nuevo aniversario de la catástrofe de Chernóbil, los actuales escenarios de guerras y crisis climática, desde asambleas de distintos puntos del territorio convocamos a todos a participar de una semana de acciones en lucha contra el plan nuclear argentino. Se harán movilizaciones simultáneas el día 23 de abril y actividades diversas durante la semana. Hacemos un llamamiento urgente y necesario para que pongamos de nuevo en la agenda de los pueblos esta problemática que nunca pierde vigencia y es una pata más del extractivismo que azota nuestros cuerpos y territorios”, anuncia el comunicado de la Marcha Plurinacional Antinuclear.
Impulsar un debate social plural y democrático sobre las necesidades energéticas permitirá evitar la imposición de costosas centrales nucleares que ponen en riesgo a comunidades enteras. Es imprescindible reemplazar las iniciativas nucleoeléctricas por energías verdaderamente limpias y renovables, así se daría el mejor comienzo a la ansiada transición energética.
Que el pueblo decida.
(*) Integrante del Movimiento Antinuclear del Chubut. MARA–RENACE