Paisaje de soja
marzo 23, 2022
La soja transgénica fue aprobada en Argentina en 1996, un momento de quiebre en la historia del agro del país. La soja se transformó en monocultivo, siempre con uso del herbicida glifosato. Empresas y gobiernos, de distintos colores, celebraron (y celebran) los dólares que provienen de su exportación. En los territorios se viven y padecen sus consecuencias: desmontes, desalojos, contaminación y vulneración de derechos. Y también está presente la lucha por otro modelo agropecuario.

Por Cooperativa Sub

La soja cubre más de dieciséis millones de hectáreas del territorio argentino. Son 160.000 kilómetros cuadrados sembrados con semillas transgénicas diseñadas para soportar fumigaciones con productos altamente tóxicos que se pulverizan desde avionetas y tractores «mosquitos». Se trata de un modelo de monocultivo, presentado falsamente como la «única solución para vencer al hambre» de la población mundial.

En solo veinte años reemplazó a la ganadería y a otros cultivos tradicionales; y modificó radicalmente el panorama del campo argentino. Sin paisanos, sin vacas, sin insectos ni árboles; el poroto parece devorar el paisaje y cubrir con sus hojas verdes toda la superficie a la vista. Los desmontes, para plantar cada vez más soja, extienden la frontera agropecuaria y desplazan a personas, insectos y animales de su hábitat natural. La consecuencia: desequilibrio en el ecosistema, problemas ambientales como sequías, inundaciones e incendios.

El debate sobre los peligros de este monocultivo quedaron en segundo plano. Se impuso la decisión política (de los distintos gobiernos) de obtener dólares para —según prometen— intentar recomponer la economía siempre maltrecha. La sojización tuvo su escalada mayor luego de la crisis de 2001. Dos décadas después, Argentina sigue siendo un laboratorio a gran escala con enormes costos ambientales, sociales y sanitarios.

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