Por Cooperativa Sub
Fotos: Subcoop
La soja cubre más de dieciséis millones de hectáreas del territorio argentino. Son 160.000 kilómetros cuadrados sembrados con semillas transgénicas diseñadas para soportar fumigaciones con productos altamente tóxicos que se pulverizan desde avionetas y tractores «mosquitos». Se trata de un modelo de monocultivo, presentado falsamente como la «única solución para vencer al hambre» de la población mundial.
En solo veinte años reemplazó a la ganadería y a otros cultivos tradicionales; y modificó radicalmente el panorama del campo argentino. Sin paisanos, sin vacas, sin insectos ni árboles; el poroto parece devorar el paisaje y cubrir con sus hojas verdes toda la superficie a la vista. Los desmontes, para plantar cada vez más soja, extienden la frontera agropecuaria y desplazan a personas, insectos y animales de su hábitat natural. La consecuencia: desequilibrio en el ecosistema, problemas ambientales como sequías, inundaciones e incendios.
El debate sobre los peligros de este monocultivo quedaron en segundo plano. Se impuso la decisión política (de los distintos gobiernos) de obtener dólares para —según prometen— intentar recomponer la economía siempre maltrecha. La sojización tuvo su escalada mayor luego de la crisis de 2001. Dos décadas después, Argentina sigue siendo un laboratorio a gran escala con enormes costos ambientales, sociales y sanitarios.