Por Lautaro Nuza
Cuando hablamos del uso indiscriminado de los bienes comunes no solamente nos referimos a la explotación de recursos, el cambio climático, la megaminería o la crisis energética. Hay actividades naturalizadas en las sociedades que afectan sobremanera el contexto en el que vivimos y constituyen modos de hacer y pensar en nuestro día a día. Algo naturalizado como la construcción de una casa lleva aparejado consigo prácticas que modifican el territorio. ¿Hay otra forma de hacerlo? La bioconstrucción se presenta como una alternativa más económica y amigable con el ambiente.
Bruno Colavitto, geólogo egresado de la Universidad de Buenos Aires e investigador del Conicet, invita a entender la urbanización como el pasaje de un medio rural a un medio organizado, parcelado, comunicado entre sí y hacia afuera, que funcionará para ser utilizado para usos habitacionales, administrativos, comerciales o industriales.
También asegura que ello implica un conjunto de obras y actividades que, como toda acción humana, tendrá impactos en el medioambiente. Señala que prácticas habituales como el empleo de pavimento producen impermeabilización de los suelos y causa cambios en lo que se conoce como escorrentía superficial, el patrón de circulación del agua. Este tipo de actividades, explica, aumenta el impacto de las olas de calor o disminuye la capacidad de una región de retener dióxido de carbono. En general, si bien se pueden realizar acciones para reducir los impactos, las grandes urbanizaciones suelen provocar un deterioro en la calidad del aire, el agua y el suelo.
En los últimos años, los procesos de urbanización se amplificaron y modificaron los modos de uso de los terrenos particulares: hay más familias viviendo en un mismo terreno, lo que implica menos espacios verdes por lotes. Cada vez es más difícil encontrar personas que cuiden su jardín o tengan tiempo para cortar el pasto. Según la constructora Oficio la Plata que desempeña tareas en el Gran La Plata, en esos espacios verdes, se recurre cada vez más a la construcción de pisos donde antes había jardines o a la ampliación y construcción de viviendas por causa de la subdivisión de los terrenos.
Las sociedades necesitan modificar su entorno para vivir y para ello es necesario pensar las formas en que pueden desarrollarse estos cambios y su posterior impacto en el medio en el que se vive. La planificación urbana y territorial, asegura Colavitto, no es moneda corriente en nuestro país y, en gran medida, tampoco en Latinoamérica. Esto se debe, agrega, a la presión de actividades productivas, como la agrícola o la forestal y la especulación inmobiliaria, que conviven con una fuerte desigualdad socioeconómica en nuestro continente. La presión del mercado sobre el territorio lleva a una utilización indiscriminada de los suelos y a esto se suman las necesidades habitacionales. Ambas son factores que dificultan una planificación urbana que contemple la minimización del impacto ambiental.
—¿Qué ocurre cuando cambiamos la estructura de los suelos? ¿Cuánto tiempo necesitan para recomponerse?
—Un suelo puede tardar entre miles y cientos de miles de años en formarse. Hablamos de “suelos completos”: con características ecosistémicas como captura de carbono y absorción de las lluvias. Esto varía según el clima de cada región o los minerales presentes. Cuando cambiamos la estructura del suelo, por ejemplo en las urbanizaciones, se transforma su dinámica de funcionamiento. Estos cambios se conocen como degradación del suelo, que puede darse por la impermeabilización, remoción o contaminación. Incluso la eliminación de la cubierta vegetal o los cambios en la vegetación que se generan pueden alterar la composición química del suelo.
—¿Es posible un modo de vida más armónico con el medio en que vivimos?
—Necesitamos un modelo social, económico y productivo que priorice un modo de vida más armónico con el medio en el que vivimos, que ponga valores como la calidad de vida y la justicia social por delante del lucro. Digo 'priorice' porque toda actividad humana tiene su impacto en el medio. El problema es que, en el modelo actual, el impacto en la calidad de vida y del ambiente es un número más en una ecuación, solo se mide en dinero. Los pueblos que resisten a la minería son claros en eso cuando dicen: “El agua vale más que el oro”.
—¿Cómo sería ese otro modelo?
—Es posible construir ese modelo más armónico, que debe venir acompañado de políticas estatales transparentes, de un fuerte proceso de concientización y de una creciente participación de la gente en el desarrollo de esas políticas. La ruralización de los espacios urbanos (por ejemplo, con huertas) y la protección de los ambientes rurales son algunas pautas interesantes. El paradigma de la agroecología incluye esta mirada, va más allá de comer sano y abandonar los pesticidas: también mira cómo nos vinculamos con la naturaleza. Hay también en la juventud una necesidad de ese cambio estructural.
Argentina: sin cimientos legales para las urbanizaciones planificadas
En nuestro país no hay datos sistematizados sobre el uso de suelo ni una legislación a nivel nacional que regule la planificación urbana y territorial. Colavitto indica que si el Estado no está presente con políticas de ordenamiento territorial para planificar o regular las urbanizaciones, son la presión del mercado o las presiones sociales (como la falta de acceso a la vivienda) las que avanzan en esos procesos.
Para el entrevistado, “la lógica del desarrollo capitalista y el avance de la urbanización sobre ambientes rurales o salvajes, es la que da origen a pandemias como las que vivimos con el Covid-19”. La urbanización desregulada, sumada a los múltiples usos que se le da a los suelos, el monocultivo, la deforestación, la industria contaminante y el uso de los terrenos por parte de los ciudadanos traen consigo consecuencias que no se toman en cuenta a la hora de pensar estas prácticas y su implementación.
“Por lo general, las urbanizaciones se realizan cercanas a zonas donde se encuentren bienes como el agua o suelos fértiles. Por lo tanto, para instalarse allí, se deben realizar obras que modificarán la dinámica de los ríos, que alterarán el uso del suelo, que pueden producir contaminación”, explica Colavitto.
Por ejemplo, en Argentina, muchas de las grandes urbanizaciones se asientan en los humedales, que actúan regulando la dinámica fluvial, preservando la diversidad de fauna y de flora y como trampas de dióxido de carbono. Colavitto señala que se invierten millonarias cifras en construir barrios privados, mientras hay aún más de tres millones de viviendas faltantes en el país.
“La especulación financiera permite que unas pocas personas concentren terrenos no productivos en un país donde habría que fomentar la producción de alimentos sanos para el consumo interno. La construcción de viviendas de lujo que persiste en distintas zonas de nuestro país, no solo aumenta la desigualdad, la disgregación social y otros índices asociados a ello, sino que está en las antípodas de sostener una buena relación con la naturaleza, por más greenwashing que se quiera hacer”, cuestiona.
A la desigualdad se le suma la descentralización de las regulaciones. Las herramientas legales que se utilizan están dispersas —usualmente dependen de los municipios— y pueden ser positivas o negativas. Colavitto menciona como ejemplos la Ley de Manejo del Fuego, la zonificación minera aprobada y luego derogada en Chubut o el intento del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires junto a IRSA de construir edificios de lujo en una de los pocos humedales presentes en territorio porteño.
—¿Cuáles son las consecuencias que trae una urbanización desregulada?
—Además de las consecuencias a nivel social, las tiene a nivel ambiental. Hay algo que no siempre ocurre o no siempre está bien hecho: antes de realizar emprendimientos grandes (construcciones de centros comerciales, de rutas, de barrios sociales o residenciales) se debe contar con estudios de factibilidad y de impacto ambiental. La falta de esos estudios o su realización parcial poco exhaustiva es común en muchos casos. Se necesita un fortalecimiento de los mecanismos de control del Estado y también un fomento (y espacios para) una mayor participación ciudadana. Si no se conoce de qué forma un emprendimiento urbano modificará el ambiente, en general las consecuencias son negativas. El caso del alud de Tartagal es elocuente: esa falta de planificación puede aumentar la exposición a amenazas naturales. En zonas como el Delta la alteración de la cota, el relleno de zonas y el dragado de los canales aumentan los procesos de erosión y cambian el patrón de inundaciones.
La bioconstrucción y la permacultura, otro horizonte posible de urbanización
Las construcciones en barro son aquellas que antes se conocían como de adobe. El adobe es un ladrillo crudo hecho de barro, con el que se construye con una amalgama también producida con mezcla de tierra y agua, la misma que se utiliza para el revoque. Tirzo Urzay es bioconstructor y promotor de la permacultura. Explica que actualmente ya no se utiliza la técnica del adobe.
“Hoy en día la técnica del barro ha evolucionado bastante, tiene diferentes variantes. Yo experimenté y elegí una variante que fue la que más me agradó, que es combinar ciertas cosas con la construcción tradicional. Como carpintero, me encantó hacer la estructura en madera y después hacer el forraje y los revoques con una combinación de pasto seco o paja y barro”, cuenta. Esa es la técnica que se usa actualmente, también conocida como estilo quincho.
Urzay comenta que existen muchos mitos respecto a la construcción de barro, por ejemplo que es muy compleja o que atrae bichos como las vinchucas. Pero asegura que una casa bien lograda, que no es tan difícil de lograr utilizando barro, no tiene diferencias estéticas con una construcción de hormigón armado o mampostería. Y destaca los beneficios económicos, la calidad térmica y acústica y el diseño que se puede generar.
“El 80 por ciento de los materiales necesarios se obtiene gracias al esfuerzo y al aprovechamiento del terreno donde se construye”, destaca. Sin embargo, aún no se opta masivamente por esta alternativa porque no se presenta como atractiva en el mercado y en la publicidad. “Las empresas constructoras y los fabricantes hacen una buena e intensa propaganda y logran que se valoren más unos materiales que otros”, reflexiona.
Se construye de determinada manera porque hay un despliegue publicitario que ofrece una vivienda rápida, de calidad, con productos "modernos e inteligentes", en un sistema que es masivo. “Yo no puedo hacer propaganda para que me vengan a comprar barro, porque todos lo tienen en su casa. Pero puedo enseñarles a hacer su propia casa con ese material”, añade el bioconstructor.
Para adquirir una casa en el sistema tradicional se tiene que tener un sueldo fijo y pagar lo que el mercado pide: cuotas, materiales y un terreno. “La permacultura propone algo muy diferente: que con tus tiempos y tus manos enfoques tu energía, tu trabajo, tu cariño para poder hacer tu casa a tu gusto y con tus necesidades. A largo plazo, vas a tener tu casa antes, hecha por vos mismo y sin deudas”, dice Urzay. La bioconstrucción está económicamente al alcance de todos. "No se necesita más que un pedazo de tierra, agua y pasto que pueden ser fibras vegetales de diferente tipo", explica.
Planificar para construir: la tradición, los ladrillos y el cemento
Juan Cruz es arquitecto, graduado en de la Universidad Nacional de La Plata. Actualmente se dedica a la planificación y construcción de viviendas. “Planificar una casa en sí me parece una necesidad. Una persona necesita una casa para vivir. Sin embargo, hay muchos parámetros que condicionan las posibilidades de la gente: construir es muy caro, sin duda el factor económico es decisivo”, comenta.
¿Qué cosas entran en juego al pensar un hogar? ¿Qué condicionamientos trae consigo la sociedad y sus estándares? Cruz advierte que existen articulaciones entre lo que se entiende como tradicional (de hecho así se le llama a la construcción de ladrillos en nuestra región) y las posibilidades de los individuos, el acceso a recursos y a técnicas constructivas. “Hay una idea muy fuerte que tiene que ver con la noción de un ladrillo sobre otro, de hacer construcciones fuertes e invertir en eso”, grafica.
La llamada construcción tradicional tiene como base entender el territorio como propiedad. Ello conlleva a que cada individuo haga uso del ambiente a su antojo, modificándolo sin tener en cuenta el daño que esto puede generar. Los procedimientos están estandarizados: se construye removiendo la capa vegetal y rellenando —lo que implica la instalación de canteras de tosca— y construyendo una vivienda a perpetuidad, eso quiere decir que se piensa la vivienda como un bien privado y para toda la vida. Entender el territorio en las lógicas de la propiedad privada nos expone a usos desproporcionados, ignorantes e individuales de los recursos.
Pensar nuestro hogar como una propiedad, es otra de las manifestaciones de este sistema, donde lo individual es más importante que lo colectivo. Algo mínimo en la construcción –nos cuentan desde Oficio la Plata- es dejar un metro cuadrado en las veredas. ¿Cuántas viviendas lo respetan? Constantemente se pide a los grupos de mantenimiento y construcción, sacar arboles, tirar hormigón en veredas, como si estas fueran patrimonio de esa persona. En algunos lugares no se permite sacar arboles, porque estos pertenecen al conjunto de vecinos. Pero eso parece un privilegio de ciertos lugares.
“En la actualidad, hay una mayor toma de conciencia sobre el impacto de nuestra forma de vivir en el medio ambiente. Es más común ver calentadores solares en las casas o el tratamiento de algunos residuos”, dice Cruz. “La arquitectura, como muchos otros campos, queda atada siempre a la lógica de mercado, que permite que unas cosas se hagan y otras no. Por eso, es muy importante que surjan líneas de créditos que les permitan a las personas construir la casa que quieran”, agrega.