Por Daniela Yaccar
Tres mujeres se reunieron en 2012 para hacer algo que no es tan común en grupo: escribir una obra de teatro. Eran Raquel Albeniz, Laura Coton y María Rosa Pfeiffer. Una de ellas, Laura, llevó una imagen muy fuerte: había leído una noticia sobre un pueblo de Italia donde la gente se quedaba dormida y no se sabía por qué. “Nos pareció una hermosa situación para elaborar teatralmente”, recuerda Pfeiffer, en diálogo con Tierra Viva. Luego, esa primera imagen se cargó de nuevos y locales sentidos, y derivó en Algo en el aire, una obra teatral que aborda el avasallamiento sobre cuerpos y territorios con denuncia y poesía. Un acto de “justicia poética”.
“Queríamos trabajar con algo que tuviera que ver con los agrotóxicos, nuestra tierra, los incendios, con tantos que hubo en los humedales, en Santa Fe, Córdoba y otras provincias. También, queríamos trabajar el tema del abuso, siempre atravesadas por una mirada poética”, añade Pfeiffer. El estreno del material fue en su pueblo natal, Humboldt (Santa Fe), en 2021, de la mano del Grupo de los Diez —colectivo de teatro independiente santafecino formado en 1993— y con dirección suya. Y recientemente el espectáculo llegó a la ciudad de Buenos Aires por el interés de su amiga Laura D’Anna, quien decidió dirigir su propia versión.
Algo sucede en ese pueblo que de pronto la gente se queda dormida. Podría ser cualquier pueblo de la región pampeana; no se dice el nombre. Tampoco se sitúa la acción en una época determinada. En una sala porteña (El Método Kairós, Salvador 4530, Palermo) el grupo Camino Teatro logra trasladar a los espectadores a esta zona rural donde los enigmas se van a ir develando de la mano de dos personajes: Mamá Chiyeta (Laura Ledesma), la curandera; y Leopoldo (Juan Saravia), joven peón de campo enamorado de Lucía (Gala Halfon), la hija de una almacenera (Marcela Brito). La obra tiene la originalidad de poner en diálogo dos violencias: la que avasalla territorios y cuerpos y la que avasalla, específicamente, los cuerpos de las mujeres. Por eso D’Anna dice que es un modo de poner en escena lo que llamamos “ecofemicidio”.

La obra pone en diálogo los lenguajes. Este escenario pampeano en el medio de la ciudad se construye gracias no sólo al trabajo actoral sino también a las proyecciones de algunas de las imágenes de El costo humano de los agrotóxicos, la conocida e impactante serie del fotógrafo Pablo Piovano. En medio de una ficción, las fotos en blanco y negro nos recuerdan que el daño es muy real. Van lentamente cambiando en una pantalla ubicada al lado del almacén donde están Lucía y su madre. Los otros dos personajes son el ingeniero agrónomo (Giorgio Zamboni), profesional que defiende las prácticas que refuerzan la “humanidad zombie”; y Burgos (Fernando Broussalis), el terrateniente, el dueño de todo.
El sonido y la música también son fundamentales en la puesta. Todos los personajes están todo el tiempo visibles para el público, aunque no estén representando la escena. Se ubican a los costados, como testigos mudos de una realidad que pasa frente a sus ojos: quizá sea una manera de cuestionar el estado de impotencia y quietud generalizado. Antes del inicio de la función se reparten volantes, como si estuviéramos en una marcha: “Peligro. Nos están matando”, dicen.

Fue después de estrenar que D’Anna se dio cuenta de que su interés por el texto tenía que ver con su origen, pues ella creció en Manuel Ocampo, pueblo cercano a Pergamino, “el corazón de la pampa”. Comparte con dos de las autoras su identidad rural. Con el grupo habían comenzado antes a explorar la temática socioambiental, con un infantil llamado El jardín de Orión (semillas, estrellas y pesadillas), cuyas próximas funciones serán en Santa Fe el 6 y 7 de diciembre, para una fundación que trabaja con chicos en situación de calle. Este espectáculo trata de las desventuras de un jardinero que encara la difícil pero feliz tarea de cultivar un huerto, y está cruzado por dos mitos (la constelación de Orión y el hombre Pájaro).
Como continuación de la preocupación de llevar la problemática a la escena y como una manera de conmemorar los diez años del grupo Camino Teatro, Algo en el aire llegó a escena en el Método Kairós y continuará en cartel los jueves 13 y 20 de noviembre a las 21.30, y regresará en febrero.
—¿Cómo fue el proceso que derivó en la obra?
Laura D'Anna:—Después de hacerla en forma de teatro leído quisimos empezarla a trabajar. Invitamos a otros actores y actrices porque en Camino Teatro somos cuatro. Ahí nos dimos cuenta de que esta obra no solo hablaba de los venenos que dormían a la gente, que no podía ver lo que estaba pasando a su alrededor, sino que también hablaba del abuso de una adolescente y del dueño de las tierras, que es el abusador y el que incendia los campos para obtener un negocio más fructífero para él. El que se cree dueño de los territorios y de los cuerpos del pueblo. Confluyen tres cosas que son fuertes. Por un lado la ecología y el feminismo y, por otro, el colonialismo que todavía está presente en nuestros latifundios. Dentro del equipo confluimos muchos que somos de pueblos. Yo soy de Manuel Ocampo; una de las actrices es de Lincoln; la asistente es de Tafí del Valle. Confluimos de varios territorios de la Argentina y creo que contamos una historia que, si bien no está bien situada, podría ser en los noventa, cuando empiezan los agrotóxicos en nuestros campos. Es un tiempo impreciso en que todo empieza a empeorar.

—¿Cómo se trabaja en esta zona en que la metáfora y la realidad se cruzan?
—La obra es poética, invita a la metáfora. En la poesía y la forma teatral está la verdad. O no sé dónde está la verdad, pero es donde me parece que pueden confluir varias capas y entrar mejor a más gente. El texto nos permite ese salto. Mamá Chiyeta tiene vocación de verdad, quiere saber qué es lo que está pasando en el pueblo; pasan tantas cosas raras y ella se comunica con sus sombras o con sus objetos, sus ramitas, a través de las cuales obtiene saberes. Y Leopoldo, por amor a Lucía, va adelante con todo. Defiende la inocencia de su amor a toda costa. Esa es la lectura que hacemos: ellos desentrañan el origen del mal en esta obra, que no está claro al principio, porque el peón confía en su patrón, lo ve como un padre, le dice "están pasando cosas raras". Hay dos personajes, el ingeniero y el terrateniente (Burgos), que son los malos de la obra, pero adquieren otra dimensión, no es todo negro y blanco. Los malos son seductores, a veces. Uno quiere creer en algo de ellos. Está la sonrisa de Burgos y su límite, que era que le dijeran que Lucía era su hija… no podía tolerar eso, haber sido el abusador de su propia hija. Ahí se pone muy oscura la obra.
—¿Cómo fue trabajar las dos capas de sentido que tiene el espectáculo, la violencia sobre los territorios y sobre los cuerpos de las mujeres?
—La mujer, el objeto de deseo, Lucía, la niña de 15 años, es la abusada, la envenenada, la maltratada, igual que la tierra. Es la bandera del ecofeminismo. Ni las tierras ni los cuerpos ni las mujeres somos conquista de nadie. Eso no lo inventé, está en la obra. Cuando Leopoldo dice, con rifle en mano: "La tierra no es suya para quemarla; la hija no es suya para violarla", lo dice clarito. No hay matiz en eso, ninguna metáfora, equipara los dos: el territorio y el cuerpo.

—¿Es distinta la posición del artista cuando aborda temas tan urgentes, tan explícitamente políticos? ¿Qué te gustaría que pasara cuando los espectadores ven la obra?
—Que todos piensen en qué comen. Que los que tienen campo piensen si usan venenos. Que se piensa en la relación de las madres con las hijas, en la comunicación, en no poder escuchar, en tener una idea fija de querer el bien para tu hija o tu hijo, cuando, en realidad, se están naturalizando cosas que no le hacen bien. Estamos en un momento crítico del mundo: hay cosas que ocurren y nos obligan a cambiar de ideas, a relativizar y problematizar el concepto de civilización, de ciudad, de salud. Vengo de un pueblo, de vivir con una abuela que nos decía "no gasten agua", a pesar de que el agua abunda en Manuel Ocampo. "Uno se puede bañar con un litro de agua", decía. La retaba a mi mamá, su nuera, porque pelaba la papa y le sacaba mucha cáscara. Tenía un jardín maravilloso y abonaba la tierra con la bosta de los caballos que pasaban... el verdulero pasaba a caballo. Tengo 60 años. Nací en 1964. Para mí esta obra es como un volver a mi abuela. Mi papá se enfermó cuando empezó la soja, después até cabos de que pasó eso. Empezó a enfermarse de asma y de alergia y las noticias que tengo de mi pueblo son que hay muchos enfermos de cáncer. Es un pueblo sojero por excelencia. Dejó de haber campos de trigo, lino, maíz. Todo soja, todo soja, todo soja.
—¿Les representó un desafío trasladar el campo a la ciudad?
—Yo soy actriz y directora. Al lado mío siempre están Giorgio, que es actor e iluminador, y Marcela. Giorgio enseguida tuvo intuiciones con las proyecciones y la luz, que es muy importante, y Marcela las tuvo desde el punto de vista de la música. Y después en los cuerpos de los actores y las actrices, en las acciones, vas encontrando pistas. Me ocupé de estudiar muchas veces la obra y de que pasara lo que tiene que pasar en cada momento. Y después todo se arma. Yo sentía que tenía que haber humor, mucho movimiento de cuerpo, y que la luz era esencial, que las imágenes iban a potenciar el mensaje. Pero no tenía idea de cómo iba a ser todo. No es cabeza el teatro, es totalidad, es cuerpo; el cuerpo en el espacio te va dando las pistas. Por lo menos yo trabajo así. Y cuando trabajo como actriz también las mayores cosas las descubro poniendo el cuerpo. Improvisando, con el movimiento, la música y el texto.

—La obra aborda dos temas muy sensibles para este momento histórico. ¿Qué lugar tiene el teatro en un momento de tanto retroceso?
—Este gobierno representa un retroceso abrumador. Se están dejando de lado políticas necesarias para la prevención del abuso infantil. Y en nombre de las "buenas prácticas agrícolas", se animan en el Congreso a promover leyes para reducir la distancia para fumigar. No se tienen en cuenta la cantidad de estudios científicos y la cantidad de gente que ha demostrado de una u otra manera el impacto en la salud, las que han muerto en esta lucha. El teatro es político y en el teatro se pueden decir cosas para llegar al público de otra manera y hacer pensar, conmover y movilizar. No va a hacer la revolución el teatro, pero una amiga siempre me decía que se pueden tomar dos caminos: o cuestionar el status quo o no. Y la verdad que me gusta hacer el teatro que cuestione el estatus quo. Luego de una función una persona me dijo: “¡Qué temas que tocaron! ¿Cómo se animaron?". Yo no siento que me haya animado, siento que apareció y que algo me invitó a hacerlo, no me siento demasiado valiente ni nada, es lo que tengo ganas de decir ahora y es lo que siento que es necesario. Para mí y para invitar a un montón de gente a que empiece a producir cambios en lo inmediato en su vida cotidiana, como pensar a quién le compra la verdura.
