OPINIÓN
Por Pablo Sessano*
En una reciente nota, motivado por el extremo y, cada vez, mas próximo colapso de la crisis ecosocial, Juan Pedro Frère Affanni se pregunta ¿qué hacemos ahora los ambientalistas? Quizás la pregunta debiera ser: ¿qué hemos estado haciendo los ambientalismos durante tanto tiempo además de resistir? Organizarse para resistir no es poco, por cierto, sobre todo cuando las relaciones de poder son tan asimétricas, cuando no solo las corporaciones extractivistas sino el Estado —en sus diferentes niveles— se asocian para imponer las prácticas y los discursos que convienen a sus intereses. Intereses de un modelo social, económico y productivo que, pese a la insistencia terca de los progresismos, ya no tiene nada que ofrecer en ningún aspecto y se revela, cada vez más crudamente, como el fraude que siempre ha sido.
Pero eso ya lo sabemos. El punto es qué hacemos y qué hemos hecho (u omitido hacer) quienes sabemos que el extractivismo no es una opción respetuosa de la vida.
Sobre el mensaje ecologista y ambientalista
La incredulidad de que ha sido víctima el «ecologismo» históricamente no es novedad y es un lastre del que al más amplio e (ideológicamente) indefinido «ambientalismo» le cuesta deshacerse, tal vez por esa misma indefinición. El ecologista español Florent Marcellesi, siguiendo al politólogo Andrew Dobson, afirma que “para la existencia de una ideología en su sentido politológico y global se requiere una descripción analítica coherente de la sociedad, una propuesta o prescripción de cómo es la sociedad nueva que se reivindica y cuales son las bases o las ideas fuerza de tal ideología y, además, un programa de acción política para llevarlo a cabo, para emprender esa transformación social hacia el ideal planteado”
En esa misma línea, Carlos Merenson definió al ecologismo o a la ecología política como una “cosmovisión que emerge a partir de la toma de conciencia tanto de la existencia de límites biofísicos para el crecimiento como de las muy graves consecuencias de exceder tales límites, lo que conduce a una revisión fundamental de la conducta humana y un cambio del sustrato superideológico productivista por un sustrato ecosocial, en el que se puedan apoyar las estructuras y superestructuras de una sociedad convivencial y verdaderamente sostenible basada en los principios de justicia ecosocial; democracia participativa; respeto por la diversidad; no-violencia y sabiduría ecológica”.
Se puede ser ideológicamente ambiguo, pero no identificarse con más de una ideología al mismo tiempo. Si elegís como identidad la ecologista, no podes ser más otra cosa que eso. Podes combinar, tácticamente, pero siempre sin subordinar los principios de esa identidad a las demandas de otras secundarias. Es decir, anteponer, por las razones que fuere, los propósitos coyunturales de las segundas a los estratégicos de la primera.
Por caso, la coherencia exige que no se puede ser más peronista que ecologista. Mientras que el ecologismo es contradictorio con las versiones varias del liberalismo (capitalismo); el peronismo no llega a ser una ideología por que no deja de ser una versión, la mejor si se quiere, del capitalismo de Estado. Pero el pragmatismo que demanda la política parece permitir combinar de cualquier manera al punto de la claudicación. Los verdes alemanes son un ejemplo, los Jóvenes por el Clima uno local, sin ser los únicos ni allá ni acá. La izquierda otro, aunque más producto de su dogmatismo obliterante.
Quizás una de las causas sea que el ecologismo no ha sido cabalmente reconocido como ideología ni por extraños ni por propios y consecuentemente no ha logrado darse un programa político y educativo acorde con sus principios y pensamiento; apareciendo en el mejor de los casos como un componente secundario de algunos discursos políticos partidarios o apenas una orientación en programas educativos y, además, nunca como ecologismo sino apenas como ambientalismo que no es lo mismo. La distinción no es menor.
Ambientalismo no es ecologismo. Andrew Dobson afirma que “la Ecología Política es un conjunto de ideas con respecto al ambiente, las cuales pueden ser consideradas propiamente como una ideología: la ideología del ecologismo”. Resulta frecuente considerar que ambientalismo y ecologismo son una misma cosa, confusión que Dobson califica en el libro Pensamiento político verde. Una nueva ideología para el siglo XXI como: “Un serio error intelectual, tanto en el contexto de una consideración del ecologismo como ideología política como en el marco de una cuidadosa presentación del radical desafío verde al consenso político, económico y social que domina el final del siglo XX”.
Pero, en cualquier caso, esa debilidad ha de registrase también como consecuencia del poder de penetración del pensamiento hegemónico en las conciencias de todos nosotros. Lo que nos ha hecho creer o confiar, inconfesadamente, durante demasiado tiempo que dentro de este mismo sistema social habría de encontrarse una puerta hacia la sociedad sustentable. Tremenda ingenuidad.
Ecologismo, ciencia y educación
La ciencia y la educación son, a modo de ejemplo, valores que han trascendido históricamente un consenso social y político transversal como herramientas privilegiadas para la transformación positiva de la sociedad, al menos hasta el presente libertario.
Por su parte, el ecologismo no es tanto, como románticamente se cree, producto del neoromanticisimo de las generaciones sesentistas (que también) como de la reflexión de científicos que tempranamente comprendieron la complejidad y esencial interrelacionalidad del mundo natural y vieron el derrotero del avance tecnológico.
La expansión generalizada de la tecnología, su vinculación de éste con los peores impulsos humanos, el desarrollo totalmente atado y determinado por el petróleo, el monocultivo de alimentos y formas de consumo; es decir: el darle la espalda a los ritmos y límites naturales conduciría al desastre. De eso dieron aviso Rachel Carson a Fritgo Capra, de James Lovelock a Lin Margulis y tantos otros. Y, últimamente, el mismo Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC), tan proclive a minimizar durante décadas la catástrofe en ciernes, ha tenido que reconocerlo.
Pero el punto más alto de estas advertencias fue, sin duda, el célebre Informe del Club de Roma en 1972, Los limites del crecimiento. Nos detendremos en él solo para señalar que, no casualmente, fuera objeto de críticas por pesimista, por no contemplar los posibles avances científicos y tecnológicos, que servirían presuntamente para compensar las externalidades del modelo de explotación de recursos, y por exagerar el diagnóstico sobre la finitud de la naturaleza entre otras críticas. Lo cierto es que de aquel informe científico, no ecologista pero emblemático para el ecologismo, pues recogía sus ya históricas preocupaciones, casi todo lo previsto se está cumpliendo alarmantemente.
Preanunciar el colapso hace 50 años no fue suficiente para contrarrestar la profunda internalización del paradigma del desarrollo, es decir de la manera hegemónica de concebir el mundo, la naturaleza y la vida, tan profundo que, aún entre quienes se muestran cada vez más preocupados por la crisis ecológica, resulta más fácil admitir la posibilidad de un colapso social y ambiental que concebir la posibilidad de hacer colapsar al capitalismo. Y lo más grave es que omiten comprender (niegan) que ambos sucesos son parte de un mismo proceso. Una colonialización de las formas de pensar, actuar y relacionarse de la que también son objeto la ciencia y la educación.
En ese marco de incredulidad y omnipotencia antropocéntrica, el ecologismo siempre fue visto, señalado y descalificado como un movimiento extremista.
¿Qué hacemos ahora? ¿Qué no hemos hecho?
Aunque aún no salimos del encierro, buena parte de nuestras preocupaciones se han extendido. El movimiento ambientalista ha crecido y la confluencia alrededor de significantes compartidos por diferentes sectores y diferentes luchas —pueblos originarios, feminismos, campesinos, urbanitas, juventudes, antiespecistas, etc— se amplía y van conformando un vasto movimiento humano, que comparte mucho más de lo que los diferencia. Es el primer paso para reconocer en ello un germen de proyecto no solo diferente del hegemónico sino también de las opciones ideológicas y políticas presentes. Pese a lo cual sólo se practica la resistencia fragmentaria, la organización no se da, ni se intenta siquiera, como si no fuese posible.
Esta traba y el problema de la escalabilidad del mensaje ecologista tiene que ver con la estigmatización antes descrita, pero también con la aversión que muchos de esos sectores generaron, especialmente a partir del 2001, respecto a la política, al fallido sistema democrático institucional y la negativa de construir opciones políticas fundadas en las coincidencias emergentes y dar batalla dentro de las reglas —ineludibles— del imperfecto sistema democrático. Forzarlas solo es posible desde adentro.
En lugar de generar una opción autónoma se ha optado por la menos comprometida salida de «ambientalizar» las propuestas políticas preexistentes, lo que se ha mostrado imposible hasta ahora. Dos ejemplos fallidos. Uno es el «ambientalismo popular», una suerte de intento de resignificar el «ecologismo de los pobres» (Martínez Allier) en clave «nacional y popular», por parte del peronismo kirchnerista. El otro, la incorporación de principios ¿ecologistas? a su plataforma política, por parte de la izquierda, un forma de encapsularlos en su ya de por sí inflexible principismo. El conjunto de los ambientalistas y ecologistas en lugar de gestar un programa propio sobre otros principios, y votarse a sí mismos, optan por diluir esa energía disponible en el espectro de la patética política disponible.
No menos cierto es que estamos lejos de poder afirmar que todo el llamado «campo popular» sea proclive a plegarse siquiera a un ambientalismo moderado. Lo que, insisto, no quita que igual seamos muchos, pero atomizados y evidentemente insuficientes. No es claro el alcance que tiene el ambientalismo (mucho menos el ecologismo como ideología) entre las clases populares, obreros, pueblos originarios, trabajadores más modestos del campo o incluso educadores.
Cada sector identifica fragmentos del pensamiento y los principios ecologistas con las condiciones que posibilitarían la mejor condición para sus propios propósitos, proyectos o situaciones y, al interior de cada uno de manera heterogénea. Mas allá de la resistencia, no se verifica un movimiento convergente que auspicie la emergencia de un proyecto político unificado y con solidas bases ideológicas alternativas. Generar ese movimiento es lo que implica pasar de la resistencia al acto políticamente constructivo.
Hacer de la resistencia un actuar ofensivo sistemático y orgánico, como parte de un proyecto político y pedagógico tendiente a impactar y cambiar conciencias. Y, desde luego, impedir por todos los medios la continuidad del saqueo y desvelar las mentiras de las falsas soluciones. Es todo un paquete que también implica probablemente abandonar no solo anteriores identidades sino intereses sectoriales e incluso personales para avanzar con humildad hacia esa construcción que si no es posible es porque no lo hemos intentado realmente.
La autocrítica también es necesaria. Necesitamos abrir un gran debate al interior del ambientalismo y del ecologismo en Argentina. Porque únicamente de esta imperfecta confluencia podrá surgir lo verdaderamente alternativo, esa es la potencialidad de nuestro lado. Y celebro que Juan Pedro Frère Affanni haya traído la pregunta y ojalá Tierra Viva sirva para viabilizar el mensaje. No hay mas tiempo que perder, la patria y la madre tierra nos lo demandan.
* Educador ambiental. Diplomado Internacional en Transformación Educativa. Máster en Eco auditorías y Planificación Empresarial del Medio Ambiente. Especialista en Gestión Ambiental Metropolitana y políticas públicas ambientales.