OPINION
Por Mariana Jaroslavsky
En Argentina el 92 por ciento de las personas estamos urbanizadas. Y más del 38 por ciento vive en el Área Metropolitana de Buenos Aires. Es conocido a nivel mundial, que recorrer la Argentina es una imagen de largas rutas, hermosos y abundantes paisajes, y poco factor humano. Estaciones de tren roídas, pueblos fantasmas, comunidades originarias acorraladas, pocos caseríos, pequeñas ciudades, y un decrecimiento constante de los establecimientos rurales productivos. Sólo en los últimos 16 años, se perdió el 25 por ciento de las explotaciones agropecuarias. Familias campesinas, chacareras, más de 82 mil almas desarraigadas.
Condenados a la urbanidad, condicionados y dirigidos hacia el “desarrollo robotizante”, eficaz, veloz y cotizado en dólares, quienes en las ciudades intentamos consumir alimentos sanos tenemos nuestros superhéroes: los y las agricultoras. Cuerpos en resistencia y servicio para la soberanía, facilitadores de alimentos sanos, artesanales. Motores de las economías regionales y de subsistencia. Generadores de aromas y colores en las ferias y alimentos sanos que también son medicina para nuestros cuerpos desterrados.
Pero hay una cuenta que no cierra. Si sólo el ocho por ciento de la población argentina vive en la ruralidad, existe una enorme mayoría de la población que no sabe u olvidó cómo se producen todos esos alimentos que disfrutamos tanto.
El ingrediente del guiso cremoso, las verduras y la carne de la mejor parrillada, los huevos bien texturados, la leche tersa, la cultura alimentaria. Los árboles de fruta, la cosecha y el dulce. ¿Quién lo hace? ¿Quién lo vende? ¿Quién lo consume? ¿Hay alimentos sanos para todes?
El trigo dorado listo para la cosecha, las pastas caseras, los panes fermentados a globos, la visión de lo que será. Aves, abejas, animales, microorganismos, diversidad, agrobiodiversidad. Todo conviviendo. ¿Cuánto queda? ¿Cuánto perdimos? ¿Cuánto sabemos del arte de generar abundancia, alimento y nutrición para nuestra especie?
El 1 por ciento de las explotaciones agropecuarias retiene el 36 por ciento del territorio productivo, bajo un modelo de producción tecnificado, que utiliza químicos tóxicos y que tienta con dólares y arrasa con la cultura. Que juega con la genética y desconoce el cuidado. Todos endeudados con los bancos para producir, todos trabajando para pagar los dólares que cuesta el “paquete tecnológico”.
¿Cómo vamos a recuperar, crear y sembrar una nueva cultura agropecuaria? ¿En qué actos cotidianos habita el afecto que implica cocinar? ¿Qué nos da placer? ¿Quién nos hizo optar por un paquete lleno de trabajo esclavo y devastación ambiental? ¿Podemos ser felices con menos mientras construimos igualdad? ¿Cómo podemos transformarnos como seres humanos en agentes regenerativos de todo lo que hoy vemos destruido?
La Naturaleza y sus leyes -la gravedad, la respiración, la absorción de energía solar y la interdependencia entre todas las especies- es un libro que se lee en la observación. La contemplación es condición del conocimiento. ¿Los libros de ciencias naturales reemplazan la sensación del cálido Pampero? Ver un huerto crecer es tan poético como posible, como convivir, criar y comer animales sin crueldad y con respeto. ¿Sabemos hacerlo? ¿Sabemos subsistir en la Tierra sin el mercado como intermediario?
Estas leyes de la vida incluyen los ciclos, el brote, el árbol, el fruto, la putrefacción y la transformación de lo que cae sobre el suelo en nueva vida. Ser semilla, germinar, desarrollarnos, madurar, decaer y morir. Es la vida. Morir también es vivir. La muerte es el eslabón sin nombre de lo que nos perturba. Y en ese escaparate sin fin, no elegimos como vivir, ni cómo morir, ni qué es el amor.
La transformación que sugiere el momento es de un abismo intergeneracional, interdisciplinario, intercultural, hasta interideológico. El planeta, ese punto azul agua en el infinito cosmos, está viendo ser aniquilada toda su belleza. Como mujer hermosa, la Pacha abusada por un pensamiento lineal. Basta es basta.
Foto: Lina Etchesuri / UTT