Por Pablo Waisberg
El colectivo transporta unos cuarenta mineros. Recorre doscientos metros, sube un pequeño terraplén y entra directo al corazón de Río Turbio. Justo en ese momento, cuando la trompa del micro se tuerce hacia abajo, todos se persignan; un segundo después, van por la galería principal, que se interna siete kilómetros adentro y 400 metros por debajo del nivel de ingreso. El aire se vuelve raro, flota un polvillo que combina tierra seca con carbón, huele a gases.
Cada uno lleva unos borceguíes de seguridad, un casco con protectores auditivos, una mascarilla para respirar filtrando el polvo, una linterna a batería y un autorescatador que, ante cualquier problema, les regalará hasta treinta minutos de aire limpio, la diferencia entre la vida y la muerte.
Así se meten en esa red de 82 kilómetros de túneles con 450 millones de toneladas aseguradas de carbón, que permitirían abastecer de energía al país por dos siglos. Junto a la mina hay una usina termoeléctrica paralizada. Esa máquina, grande como un edificio, podría aportar energía para cuatro provincias. Pero, a diferencia de Estados Unidos, China o Alemania, cuya matriz energética está sostenida a carbón, Argentina dejó a la producción minera en un letargo.
Pero ellos siguen abriendo túneles. Los sostienen con unos costillares de acero, que colocan a pulso, y los unen con maderas. Aguantan todo un cerro.
Menos en la galería principal, que tiene luz propia, en el resto la oscuridad es total. Por eso, llevan las linternas en los cascos y van con la cabeza inclinada, alumbrando al piso, donde hay desniveles, pequeños pozos y piedras. El aire puede estar húmedo, caluroso y oliendo a gases; o fresco y seco, según el túnel.
Cuando la mina están en producción genera mucho ruido. A la ventilación forzada se suman el rugido de las máquinas tuneleras y las explosiones controladas. Con cada detonación, los cuerpos de los mineros se tensan, se llenan de adrenalina. Ninguno puede controlar eso.
Al terminar el turno, caminan hasta la parada del micro. Muy pocos tomaron agua, pero mascaron coca para mitigar el hambre, la somnolencia y la sed. “El minero tiene que salir mirando hacia adelante, con el pecho erguido”, dice una ley no escrita que los define.
Flor Guzzetti y Juan Pablo Barrientos son reporteros gráficos independientes.