Por Lucía Maina Waisman*
Vi una campesina llorar por la falta de agua, y eso debería alcanzar. Vi sus frutales cediendo ante la tierra seca. La vi aplastar un pañuelo de tela rosada sobre su rodilla, y bajar su mirada hacia el gesto de sus manos para ocultar las lágrimas que surcaban sus arrugas, y eso debería alcanzar para que cambiemos el rumbo. Pero hemos olvidado que del agua venimos, que de agua estamos hechos, que de ella vivimos. Así que hacia allá vamos, ahí donde las gotas saladas terminan en los labios de una mujer que pide agua, sin saber aún que la minería empieza a arrebatársela en silencio.
—Vamos a la terminal —digo cerrando la puerta del auto amarillo.
— ¿A dónde viajas?
— A Catamarca.
— Uuuhh, ¡pero te vas a morir de calor! —me dice el taxista con las manos pegadas en el volante mientras avanza por el centro de la ciudad de Córdoba en las puertas del otoño.
Son las 6 de la madrugada y los dos sentimos un primer calor que amenaza crecer con un resplandor naranja entre la última oscuridad. El sol acecha. Y el taxista se preocupa: que hoy va a estar duro el día, que él ayer a las 9 de la mañana ya estaba prendiendo el aire acondicionado… Que qué terrible.
Así empiezan a correr los primeros minutos de las catorce horas de viaje distribuidas en colectivos, autos y camionetas que separan el asfalto cordobés de los rincones más profundos del Bolsón de Fiambalá, un valle bordeado por la Cordillera de los Andes. Un horizonte de montaña que en sus pliegues esconde el humedal de las lagunas altoandinas de Catamarca, sitio protegido por el convenio internacional Ramsar debido, entre otras cosas, a la función que cumple en la regulación de la temperatura global. Ahí, en una de esas lagunas que son sumideros de gases de efecto invernadero, se esconde también el proyecto de minería de litio Tres Quebradas de la empresa LIEX Sociedad Anónima.
El colectivo está demorado. Los rayos empiezan a asomarse con más fuerza entre los edificios que rodean la terminal y todavía no sé hasta qué punto mi destino marca las temperaturas inusuales de esta madrugada cordobesa.
Viajo a una de las tantas raíces humanas del cambio climático.
De sales y celulares
Después de kilómetros de monte, la ruta empieza a estar surcada por la sal a medida que atravesamos las Salinas Grandes y nos adentramos en territorio catamarqueño. De aquel lado de la ventanilla, el piso se vuelve blanco; de este lado, un adolescente rubio juega con su celular. El teléfono queda en contraste con el blanco del salar, y resulta difícil entender cómo ese aparato tan prolijo que manda y recibe señales de todo el mundo está hecho, en parte, de lo que se esconde en este suelo árido, inhóspito, solitario.
La extracción de litio de la salmuera presente en los salares aumentó en las últimas décadas de la mano de la producción de baterías para celulares, computadoras y autos eléctricos. Actualmente su demanda creció tanto que se habla de la “fiebre del litio” o del “oro blanco”, una fiebre que ya llegó a nuestro país, donde hay varios salares con potencial para esta minería en Catamarca, Jujuy y Salta.
En Argentina ya existen 18 proyectos avanzados de litio, además de proyectos en exploración inicial en 23 salares, según informó la Secretaría de Minería de la Nación en enero del año 2020.
La salmuera es uno de los líquidos presentes en los salares, que las mineras extraen con bombas especiales a varios metros de profundidad. Durante un largo proceso, el agua se va evaporando para lograr que se concentre el mineral, que luego se exporta. Este es el método más barato para extraer litio, porque la evaporación depende de las condiciones meteorológicas excepcionales de lugares como la Puna y los humedales altoandinos, relacionadas con la extrema aridez y las escasas lluvias; es decir, con la falta de agua.
Un método que ha sido catalogado de prehistórico por la doctora Verónica Flexer, electroquímica del Conicet y experta en litio, quien explica que “una explotación promedio de litio, con el método evaporativo en las salmueras, evapora aproximadamente diez millones de metros cúbicos de agua por año. Esa cantidad es equivalente al consumo de una ciudad de 70.000 habitantes en el mismo periodo de tiempo”.
Esta situación lleva a muchxs a considerar que “la minería del litio en salares, es una minería del agua”, tal como afirma la investigadora y docente de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la Universidad de Buenos Aires (UBA) Susana Gallardo.
Según un informe de la asociación Be.Pe. sobre la Minería Transnacional de litio en lagunas altoandinas de Catamarca, un 44 por ciento del litio producido a nivel mundial se destina a la fabricación de baterías, y el 56 por ciento restante a otros usos industriales (entre ellos, la fabricación de agrotóxicos, la física nuclear o los acondicionadores de aire).
El colectivo llega a destino. La ciudad de Catamarca arde en silencio en plena siesta, donde me espera Mercedes, de la asociación Be.Pe., para subir a una camioneta y seguir avanzando sol adentro.
Dulces y lágrimas campesinas
Valeria entra apurada a su casa desde el patio con un jogging y una camiseta roja y negra que le cubren el cuerpo entero. “Disculpen, es que estoy haciendo dulce, pero mejor nos quedemos acá porque hace mucho calor”, dice mientras se va directo al ventilador e intenta prenderlo, una vez, otra, y otra, pero sin lograr que las aspas empiecen a moverse.
Son las seis de la tarde cuando, después de seguir bordeando las montañas, llegamos a nuestra última parada: la casa de Valeria y Santiago en el pueblo de Chuquisaca, uno de los caseríos que interrumpen el paisaje desértico con grupos de álamos y verdes diversos que indican presencia humana.
Valeria nació en Bolivia, y a los 17 años se vino a este lugar que habita junto a su pareja, Santiago. Así paso la mayor parte de su vida, trabajando la tierra, viviendo de lo que producía en este rincón de Catamarca.
Valeria y Santiago tienen unas cien plantas de durazno, cincuenta de manzana, hortalizas, flores de todo tipo. Pero hace algunos años que sienten como su cuerpo, su pueblo y su tierra le han ido poniendo límites a su vida campesina.
—Hay años que hay fruto y hay años que no, por las tempestades del calor —cuenta Santiago con su pelo blanco y una pequeña cicatriz en el cachete—. Aquí hay viento zonda cuando está florando, entonces el calor cocina la fruta, se cae, y ya no hay fruto –dice.
Estamos en penumbras: puertas y ventanas cerradas impiden que los rayos del atardecer aumenten la transpiración que cubre nuestros cuerpos mientras todxs repetimos que qué calor, que qué terrible. Valeria entonces se levanta, traslada el ventilador a otro rincón del comedor y lo cambia de enchufe.
—Antes, cuando nosotros recién llegamos, acá no se usaba ventilador. Ahora estamos en marzo, abril, también calor todavía –comenta y mira con satisfacción cómo por fin las aspas hacen que el aire empiece a girar.
De la minería de litio, Valeria y Santiago no saben mucho: que eso dicen, que han visto gente que subían y volvían de la montaña, que suponen que están trabajando en la mina, pero que está todo en silencio por ahora. Su territorio, sin embargo, que ya sufre los impactos de un cambio climático global causado por formas de vida muy diferentes a las de sus pobladores, concentrará aún más las consecuencias de un modelo de extracción de materias primas para satisfacer el aumento del consumo de energía en ciudades ubicadas a miles de kilómetros de su realidad.
Pero para esta familia campesina, la falta de agua no es el futuro, sino la dura tierra del presente.
El agua que llega a Chuquisaca proviene de vertientes de las montañas y luego se distribuye mediante canales. Al igual que en el resto de los pueblos de la zona, se organiza de forma comunitaria y funciona con turnos: un día una familia recibe agua para riego, al otro día le toca a otra casa, y así hasta que llegar a la última parcela, para después volver a empezar.
—Ahora falta el agua más que nunca —continúa Valeria—. Como cuatro años que muy poco tenemos para regar, es un problema… Hay varias semillas que he perdido ahora por el tiempo que hace de calor y falta de agua. Estoy sembrando muy poquito, ya no es lo mismo como cosechaba de antes…
No hay agua y el clima también ya cambia, vuelve a repetir Valeria y aplasta un pañuelo sobre su rodilla derecha, como planchándolo con sus manos o más bien como una excusa para bajar su mirada cuando le viene el agua de la tristeza.
—¿Vieron el dulce? –pregunta segundos después levantando su mirada y su dignidad, y vuelve a dirigirse a la puerta de atrás, mientras todas la seguimos para ver su jardín.
Lo primero que aparecen son olores lilas, amarillos, rosados: flores que crecen sobre la arena blanca y que ella va acariciando y nombrando como a sus hijas. Con cuidado pisamos los surcos que separan la huerta: acá hay ajo, puerro y cebolla, dice mostrando unas pocas hojas que se elevan en la tierra seca. Al fondo, detrás de un montón de membrillo secándose al sol, una gran olla hierve sobre una estufa de barro: la vida empuja como un brote, y Valeria se acerca una vez más a revolver con paciencia su dulce de cayote.
*El libro «Las aguas visibles» es un material de libre descarga.