OPINIÓN
Diego García Ríos (*)
Padres de una escuela rural hartos de que se fumigue con glifosato a sus hijos y de que no los escuchen institucionalmente, cortan la ruta del pueblo. El proyecto de Ley Ómnibus establece su despeje automático, algunos van presos.
Una familia campesina ha sido víctima del avance del fuego en sus tierras, bosque adentro. El proyecto habilita a que esos campos quemados sean vendidos para otros usos. Los hijos presentan quemaduras importantes en la piel. Corren con urgencia al hospital público, donde les piden, antes de revisarlos, el carnet de la obra social o prepaga.
Una comunidad originaria cordillerana denuncia que sus napas de agua están contaminadas por combustible. Tampoco pueden usar el deshielo del glaciar cercano, pues se instaló una minera allí. Cuando se acercan al municipio, les dicen que no hay nada que hacer: la empresa ya no es del Estado y nadie responde. Solo resta activar el Convenio 169 de la OIT y prender velas.
Las cuestiones ambientales han sido, para todos los gobiernos, la cenicienta del Estado. Más allá de la iniciativa del último Perón, al nombrar, en 1973, a Yolanda Ortiz al frente de la Secretaría de Recursos Naturales y Ambiente Humano (primera experiencia en América Latina); con el correr de las décadas, esa lectura transversal y entramada de la política, en términos ambientales, estuvo ausente. Amén de si una cartera pública tiene rango de ministerio, secretaría o subsecretaría, lo importante es la esencia que se le insufla a la institución y, más aún, la capacidad de gestión, de presupuesto y de decir "No" a los desajustes y desposesiones que propone el capitalismo a las formaciones ambientales.
Por miopías cortoplacistas o por intereses lobbystas, lo ambiental en Argentina ha quedado siempre en el quinto plano de la agenda estatal; van de suyo los inexpertos ministros, secretarios o secretarias que estuvieron al frente del asunto, clara muestra de aceptación de un “premio consuelo” en el reparto del organigrama.
Sin embargo, en los últimos treinta años, la movilización popular —una vez más— le viene demostrando a la clase dirigente la importancia de ambientalizar la política. Gracias a la presión del pueblo (Gualeguaychú, Riachuelo, Esquel, Famatina, Mendozazo, Chubutazo, entre otros) y a un viento de cola internacional vinculado al desarrollo sustentable y a los evidentes problemas ambientales globales (cumbres institucionales y movimientos de justicia ambiental de escala planetaria); se han logrado cosas importantes en el país: Constitución Nacional con artículo específico, Ley General del Ambiente, Leyes Nacionales y Provinciales en defensa de los distintos ambientes.
Empero, el hecho de tener un corpus legal ambiental, sabemos, no garantiza su resguardo efectivo. Esto se da no solo porque no hay presupuesto ni poder de policía de un ministerio con respecto a los embates del capital en los territorios, sino porque justamente no se avanza hacia un modelo de desarrollo que piense y actúe ambientalmente en términos sistémicos. Es por ello que, históricamente, se dicotomizó sobre una lógica que teclea en el binomio “crecimiento económico versus cuidado ambiental”, como si fueran excluyentes. Todavía no salimos de esa trampa que nos proponen y, en los tiempos que corren, sabemos qué parte de la fórmula está ganando por goleada.
Despojados de un ropaje ambientalista, pensemos un instante en términos "ambiocéntricos": una buena lectura ambiental y un correcto aprovechamiento de los bienes comunes y los servicios ecológicos, con control estatal, puede incluso ser más conveniente para el crecimiento económico y el ahorro energético. Y reduciría el foco de conflicto social en las provincias, cada vez más consciente del riesgo que suponen los problemas ambientales para la vida.
La Ley Ómnibus contra el ambiente como conjunto, sociedad y naturaleza
Pero esa lectura no sucede. La llamada Ley “ómnibus” apunta a inclinar la balanza hacia un “desarrollo” económico que deja traslucir a quiénes beneficia y de qué forma afecta a los ambientes (sociedad y naturaleza). Pero tampoco. Las críticas que estamos escuchando son sectoriales, esto es: los sindicatos atendiendo cuestiones laborales, los movimientos de base observando impactos sociales, los trabajadores de empresas estatales evitando las privatizaciones, el sector de la salud denunciando su desfinanciamiento y el ambientalismo atacando los artículos que derogan o desregulan las leyes de glaciares, de bosques y de manejo del fuego. Zapatero a tus zapatos.
La intención de esta ley es llevar a cabo una profunda reforma del Estado, en múltiples dimensiones, en favor de los más ricos y más poderosos de la sociedad; en detrimento de la mayoría de la población. Propone desregular varios aspectos de la economía, la política, la cultura, el ambiente, de modo que el Estado interceda lo menos posible y, con ello, sea garante de la rentabilidad de la “casta”. Su lectura debe ser integral, holística y estructural, de modo que pueda codificarse la verdadera intención política del gobierno que la impulsa, más allá de las afectaciones particulares de cada sector.
Si bien es correcto analizar los apartados de la ley, diseccionando cada uno de sus artículos, la crítica debe ser completa y no sectorial. Porque, justamente, lo que buscan es cumplir con el viejo adagio del “divide y vencerás”. Si cada sector social solo observa sus afectaciones particulares y no la totalidad del problema, solamente se conseguirán enmiendas técnicas que no modificarán sustancialmente el espíritu de la ley.
Ambientalmente, se apunta a modificar tres leyes y eso es claro. Pero pensemos dialécticamente: el ambiente es salud, es energía, es cultura, es educación y viceversa. Si una de las variables de esa dialéctica se trastoca, también lo harán las otras dimensiones: ¿Cómo pensar en un ambiente sano con un sistema de salud desfinanciado? ¿Cómo bregar por soberanía ambiental si las empresas públicas se privatizan? ¿Cómo educar y estudiar con o en ambientes degradados? ¿Cómo luchar por el ambiente con una mano de obra sobreexplotada y flexibilizada? Y las preguntas pueden ser infinitas…
Si no activamos mancomunadamente todos los sectores sociales, políticos y ambientales, las historias que encabezaron este artículo se repetirán por doquier. Diseccionar la ley es un error. Reclamar sectorialmente es perder. Compartimentar el ambiente es compartimentar artificialmente la realidad. Decirle “ómnibus” a este saqueo sideral, es morir.
(*) Geógrafo y educador ambiental