OPINIÓN
Horacio Machado Aráoz (*)
Viaje en tren por el sur de Alemania. Es una región todavía predominantemente agraria. Y, justamente por eso, también estigmatizada como la región más atrasada o menos desarrollada de este país. Con una mentalidad del siglo pasado o más atrás, lo avanzado y desarrollado sigue pensándose en términos de grandes urbes industriales: megaconglomerados de edificios, máquinas, mercancías y cuerpos encapsulados. Los paisajes que se ven por la ventana del tren, acá en este sur "atrasado", están llenos de verde. No refleja la imagen estereotípica de Alemania, la gran exportadora de productos industriales de última generación.
Acá, es el campo. Veo pasar extensiones de tierra arada y sembrada, entrecortada por pequeños bosques y pueblitos. Todo verde. O casi todo. Cada tanto aparecen, ahora, unos manchones negros: campos cubiertos de paneles solares. Ese contraste me hizo pensar. El verde de los sembradíos apagados por los negros paneles que, por lo demás, son como un símbolo de la modernísima "economía verde".
Unos campos captan la energía solar para hacer germinar semillas y dar a luz otros seres vivos: vegetales, plantas que a su vez brotan, en principio, para alimentar a otros seres vivos. Esos campos son eslabones de un flujo energético que alimenta seres vivos. Traza una cadena trófica que distribuye (comunaliza) la energía entre seres vivos de múltiples especies.
En cambio, los otros campos —dichos "verdes" pero en realidad oscuros— captan la energía solar para transformarla en electricidad, que básicamente es consumida por aparatos y máquinas. Artefactos que no tienen vida en sí y que, por tanto, son incapaces de transformar la energía más que en calor y ruido. Los artefactos sólo consumen energía. Son una terminal que corta el circuito y sólo deja más calor.
Me pregunto si ese no es el gran error de la modernidad: imaginar que podemos seguir sacando energía del campo de lo vivo y traspasarla al campo de las máquinas. Progresivamente, crecientemente, cada vez más, infinitamente. Y creer que eso no va a tener mayores consecuencias sobre nuestras vidas.
Pienso que la bifurcación energética que se abre en estos campos: unos de verdes vegetales vivientes y otros de oscuros minerales industrializados, dice mucho sobre los caminos que las poblaciones humanas del siglo XXI tienen frente a sí. Un camino puede espiralar la vida, sincronizarnos con sus ritmos y acoplarnos a las necesidades e interdependencias de congéneres y demás especies compañeras. El otro camino nos coloca en una línea recta a un mundo maquínico, que presuntamente nos lleva a la cima del progreso, pero que sólo hace subir las temperaturas. Su destino final es sólo calor y más calor.
Por eso pienso que tenemos que descolonizar la energía. Descolonizarla es dejar de pensarla y concebirla exclusiva, o principalmente, como un insumo necesario para hacer funcionar máquinas y artefactos, para pasar a entenderla como lo que en realidad, fundamentalmente, es: la materia prima de la vida terráquea en sí. La fuente indispensable de todo ser viviente y el flujo vital que une, nutre y sostiene a todos los seres con-vivientes de la Tierra y en la Tierra. Energía. Rayos cósmicos. Luz solar. Fotosíntesis. Mitocondrias. Trabajo de cuidados. Comida. Comunión. Poesía. Canción. Danza. Buen vivir. Energía limpia, realmente renovable.
Descolonizar la energía es despoblar el mundo de máquinas. Y hacer/dejar que las poblaciones de seres con-vivientes vuelvan a habitar la Tierra. Descolonizar la energía para re-encantar el mundo.
(*) Colectivo de Ecología Política del Sur (IRES, CONICET-UNCA).