¿Ahora sí nos ven? ¿A las mujeres rurales nos ven?
octubre 28, 2020
Sección: Territorios
De la mano del aire fresco y renovador del movimiento de mujeres en Argentina, los territorios rurales no fueron la excepción. Miles de mujeres en Jujuy, Salta, Corrientes, Santiago del Estero, Mendoza, Buenos Aires, Misiones y demás provincias salieron de sus chacras a compartir sus padecimientos y sus deseos de libertad.
Foto: Juan Pablo Barrientos

De la mano del aire fresco y renovador del movimiento de mujeres en Argentina, los territorios rurales no fueron la excepción. Miles de mujeres en Jujuy, Salta, Corrientes, Santiago del Estero, Mendoza, Buenos Aires, Misiones y demás provincias salieron de sus chacras a compartir sus padecimientos y sus deseos de libertad.

Por Rosalía Pellegrini*

Magaly camina cinco cuadras de tierra, después hace 500 metros por la ruta, luego toma un remís y luego un colectivo. Gasta 500 pesos para hacer un trámite en Anses (Administración Nacional de Seguridad Social) para acceder a un beneficio que le corresponde, o para ir a una reunión e informarse más acerca de un derecho, o para ir a una escuela nocturna y terminar la primaria que nunca pudo finalizar.

Como tantas agricultoras que trabajan día a día para producir nuestro alimento, no es dueña de la tierra que trabaja: arrienda una hectárea con su marido bajo un contrato de alquiler injusto, sin derecho a construirse una vivienda digna ni reconocimiento de las mejoras que realice su familia en ese predio. Y, por supuesto, algo común y que nadie se cuestiona, su nombre no figura en el contrato. Aunque ella trabaja día y noche atendiendo a la familia, alimentándola, haciendo posible que al otro día su marido esté de pie para seguir trabajando en el cultivo, la que día a día carpe, siembra, cultiva…, ese nombre, el de la mujer rural, es invisibilizado.

En América Latina el porcentaje de mujeres campesinas y agricultoras familiares que no accede a la tierra propia es mayor que el de los hombres. Según la Organización para la Alimentación y la Agricultura (FAO) de las Naciones Unidas, solo el 18 por ciento de las tierras agrícolas está en manos de mujeres. Sin embargo, en Argentina no hay ningún estudio ni estadística que muestre las desigualdades que padecen las mujeres rurales. Sin acceso a la tierra, como muchas familias en Argentina, pero también sin acceso a la maquinaria agrícola, sin poder disponer de ese ingreso económico que entra a la familia fruto de la venta de la producción, sin posibilidad de tomar decisiones sobre el proceso productivo. Excluidas e invisibles.

Una vez se hizo una pregunta incómoda: ¿cuántas horas de trabajo hay detrás de un cajón de tomates? De inmediato contaremos las horas de la familia en el cultivo. Pero difícilmente alguien recuerde contar las horas de trabajo realizadas, casi siempre por mujeres, para que esa familia coma, se higienice, descanse y vuelva a estar disponible para la agotadora jornada de más de doce horas en la quinta. Con los niveles de precariedad y empobrecimiento en el que viven las familias de los cinturones hortícolas, este trabajo es vital para recobrar las energías necesarias y seguir con la jornada laboral.

La sociedad imagina un tipo de mujer campesina que ya no existe. Hoy por hoy, en los campos las mujeres trabajan hasta 16 horas por día. El esquema productivista que ganó terreno, que exige la producción de alimentos baratos, precisa más que nunca de la mano de obra gratuita de las mujeres trabajadoras de la tierra. Tanto en el hogar como en la chacra. Ya no alcanza con que ellas se queden en la casa trabajando en las tareas de cuidado. No: hay que salir a levantar los cajones, llevar la carretilla, hacer la carga de verdura a los camiones intermediarios en la comercialización y luego inventar qué comer cuando una familia gasta miles de pesos en insumos a precio dólar y gana monedas por un kilo de lechuga que en la verdulería sale un 400 por ciento más.

Así, las familias productoras se empobrecen día a día en un espiral de dependencia, mientras las multinacionales dueñas del paquete tecnológico utilizado en la producción se enriquecen cada vez más. Pero ese empobrecimiento golpea de lleno en los cuerpos y en las vidas de las mujeres rurales.

Son las mujeres las que con su vida y su trabajo sostienen estos momentos de crisis y son las mujeres las que padecen las violencias en estos escenarios de empobrecimiento.

Pero la violencia de género en los territorios rurales no aparece en las estadísticas. Miles de mujeres golpeadas, violadas o prisioneras e incomunicadas en sus campos no son insumo de políticas públicas. Imaginemos una situación de golpes, amenazas, en la que peligra tu vida. Pero donde vivís no hay transporte público, si llueve no podés salir, tu marido te saco el teléfono, no conocés a nadie, la vecina más cercana está a diez kilómetros. Si llamás al 911 el patrullero no entra por el estado de los caminos rurales y, si lográs salir, en la comisaría más cercana no te toman la denuncia porque tenés que ir a una comisaria o fiscalía especializada.

Este tipo de violencias son las que animaron a muchas organizaciones campesinas a caminar y organizar, desde distintos grupos de mujeres, encuentros, secretarías de género; y encargarse del trabajo de formación, concientización y acompañamiento que el Estado no hace. Es en esos espacios donde las mujeres rurales se contienen, se forman, aprenden y se transforman en promotoras de género rurales.

De la mano del aire fresco y renovador del movimiento de mujeres en Argentina, los territorios rurales no fueron la excepción. Miles de mujeres en Jujuy, Salta, Corrientes, Santiago del Estero, Mendoza, Buenos Aires, Misiones y demás provincias salieron de sus chacras a compartir sus padecimientos y sus deseos de libertad.

Desde la violencia física y psicológica sufrida pasaron a reflexionar acerca de cómo el modelo que impera en sus campos responde también al mismo modelo del agronegocio que caracteriza a la producción de soja y que se basa en la utilización de un paquete tecnológico (con agrotóxicos) que lo que busca es un supuesto mayor rendimiento con base en el envenenamiento de nuestros suelos, nuestro alimento y nuestras vidas. Ese modelo de producción decidido por hombres representantes de esas corporaciones multinacionales (como Bayer-Monsanto y Syngenta, entre otras) es aplicado a rajatabla por hombres que no se cuestionan el envenenamiento y la destrucción de los ecosistemas, la pérdida de biodiversidad ni la falta de independencia a cambio de “hacer producir más a la tierra”.

Las mujeres productoras fueron excluidas de las decisiones de producción en el campo: cómo cultivar, cómo sembrar y qué productos fitosanitarios aplicar se transformó en un asunto de “varones”. Marginadas quedaron las voces que hablaban de las consecuencias en la salud del uso de agrotóxicos, de la falta de nutrientes y sabor de los alimentos, de la irracionalidad de gastar miles de pesos cuando en el bolsillo te quedan solo 100 pesos para inventar qué hacer de comer.

Pero esas voces gritaron cada vez más y se aliaron con otras. Madres, hijas y hermanas comienzan a señalar con mayor fuerza las consecuencias del modelo agroalimentario basado en agrotóxicos, su íntima relación con la cultura patriarcal, y cómo la salida agroecológica plantea una alternativa que construye otra relación con la naturaleza, con nuestro suelo y entre los hombres y las mujeres. ¿Suena a feminismo? Claro que sí.

* Coordinadora de la Secretaría de Género de la UTT

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